Generalmente le saco a clavarme en la textura en las noticias del mundo del espectáculo, pero en esta ocasión no pude o más bien no quise resistirme a ver el video en que el conductor Pepillo Origel despotrica en contra de su colega Flor Rubio.

Sobre todo porque, por más frívolas y anodinas que estas notas nos parezcan, revelan mucho de la “condición humana”. Las pocas horas que duró el escándalo nos reveló de entrada lo siguiente:

-la licencia para hablar de otros a sus espaldas, alcohol de por medio... y quien esté libre de culpa.

-el sigilo de quien graba la acción, sin que el protagonista se dé cuenta, para muy probablemente ofrecer la nota a una revista del corazón

-la manipulación de la noticia por parte de dicha revista al anunciarla como: “Pepillo expone la verdadera cara de Flor”. No, eso no nos consta. En todo caso, Pepillo se expone a sí mismo o Pepillo expone que no soporta a Flor o, más preciso, alguien se aprovecha de la borrachera y la diarrea verbal de Pepillo para exponerlos a los dos.

Nada qué hacer: la escena trascendió. Ya se hizo viral, ya dio la vuelta, ya se exhibió a todo mundo, ya hubo las consiguientes reacciones de indignación y disculpa. La verdad no estoy a favor ni en contra de uno u otro. Ya me detendré en los comentarios de Pepillo: desde luego que tienen lo suyo, pero, híjole, díganme si no es perturbador que, de un tiempo a esta parte, esta sea la forma en que la gente se entere si le ponen el cuerno o, como en este caso, hablan pestes a sus espaldas. Y en esto no hay marcha atrás; si acaso, se pone peor. Las consecuencias, como ya lo hemos visto, son que, por temor al registro, la gente se contenga, al grado de no decir lo que piensa, y que, por otra parte, ester tipo de excesos, aun ocurridos en privado, se publiquen, difuminen y exageren.

Y, una vez difuminados, ni hablar, son parte del dominio público. Digo, no es lo mismo un video que exhibe cómo se divierten los legisladores de un partido que, en los discursos, promueve otras cosas, a la grabación en que alguien habla mal de un colega: si yo hubiera grabado a mis jefes o colegas en el momento del despotrique, mejor no les cuento. Pero volviendo a Pepillo, creo que entre lo más revelador de su declaración está la parte en que “describe” el modus operandi de su colega: cómo, según él, dejó al marido “botijón inmundo” para “meterse con uno y con otro y con otro para llegar adonde está”.

Que conste que, a partir de ahora, me deslindo de los protagonistas de esta nota y me concentro exclusivamente en el comentario de Pepillo.

Lo destaco porque ese mismo argumento, chisme, leyenda urbana, ustedes llámenle como quieran, lo hemos oído decir respecto de más de una, y no sólo de celebridades. Sea que alguna amiga o conocida o una misma tenga un aumento o promoción o estrene carro o bolsa de mano, el comentario que le sigue es: “Con quién se estará acostando” o “A quién se las estará dando”. Tiro por viaje, conste o no en el acta, es algo que se da por sentado. A veces ni siquiera hay que darlas: basta con ser parte de la chaqueta del boss para ser la favorita-favorecida y obtener (¡o perder!) una chamba. No importan más las aptitudes, la experiencia, el conocimiento, la trayectoria, los méritos o el talento (¡o la falta de ello!): muchas de las veces es sólo cuestión de satisfacer al mandamás, aunque sea a la vista, y/o ser parte de un harén.

Es un asunto delicado. En nuestra cultura de supervivencia del más fuerte, es una herramienta más. Todo sea por un aumento, por una oportunidad, por unos minutos de cuadro. Ay, otro ejecutivo de TV, me contó alguna vez su proceso de selección del talento del canal: sobre todo orales en su privado, algunos tríos con dos de sus conductoras estelares y rivales, aunque uno de sus mayores placeres era regentear (sic) a las novatas necesitadas. Que fueran complacientes les valía salir a cuadro. Y viceversa.

¿Verdad o sueño guajiro? Nada me extraña.

En una colaboración anterior conté cómo, al preguntarle a otro directivo de TV si había chance de trabajar con él, esta persona me había querido llevar a su terreno. Cada vez que le mandaba un mensaje para “recordarle” lo de la chamba (como habíamos quedado), él aprovechaba para preguntarme si no tenía una fotito sexy o que le dijera cositas sucias. Nada de eso me espanta. En absoluto. Digamos que, cuando quiero y con quien quiero, es mi mero mole.

Y, aunque sé que, en algunos casos, es la única manera de obtener algo, yo me sigo resistiendo porque, de verdad, me parece degradante (absurdo, infantil, cavernícola) que una oportunidad nos sea concedida en la medida en que provocamos una erección o paramos las pompas o medio mostramos las tetas o le chupamos el miembro al mero mero. Tan sencillo. Tan ofensivo, tan denigrante, tan complejo a la vez. Me acordé del personaje de Nicole Kidman en Todo por un sueño, de Gus Van Sant.

Luego cuando se tocan estos temas no faltan los que brincan y hablan de “envidias”, de que no se trata de emprender una “cruzada contra las bonitas”, que “uno como jefe” tiene “derecho de rodearse de gente que le agrade” (cualquier cosa que eso signifique) y demás “argumentos”. Perdón, pero nada que ver. Aquí la cuestión son esas prácticas añejas, de las que todos sabemos (el papel que juegan el poder, la superioridad de un jefe), pero que, al mismo tiempo, de las que casi no se habla a menos que sea en una telenovela de Epigmenio o cuando a algún parlanchín se le chispotea y su comentario se hace viral.

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