En los últimos años, cada vez es más frecuente leer análisis sobre la profunda crisis de legitimidad, representación y corresponsabilidad entre ciudadanos y gobierno, derivada de la corrupción e impunidad, sin importar nivel de gobierno, o color del partido político a cargo[1]. Especialmente en los últimos años, el hartazgo ha llegado a niveles que ponen en duda el proceder cotidiano y la viabilidad de las instituciones y actores del Estado mexicano siendo ya un lugar común en diversos estudios encontrar en los últimos lugares de confianza a las mismas instituciones: partidos políticos, Congreso de la Unión, policía, sindicatos, presidentes municipales, gobernadores y Presidente de la República.

La importancia de la confianza política en sistemas democráticos y la medición de la misma ha sido un tema recurrido en los últimos años por estudios de opinión pública. Diversos estudios reconocen que generar confianza ya sea política o interpersonal conlleva un proceso, pues implica prever las acciones del otro[2]. Por su parte, la desconfianza se puede generar fácilmente a partir de un solo acontecimiento.

En la actualidad, tomando en cuenta que sin confianza las tareas más simples de la vida diaria serían imposibles, investigadores como Hardin, Levi y Braithwaite aseveran que todo gobierno democrático que pretenda estabilidad y desarrollo, necesita de la confianza entre ciudadanos y de estos hacia el gobierno, pues la confianza coadyuva el desarrollo social, cultural, económico y político[3]. Desde esta perspectiva la cultura política debe ser democrática pues enfatiza la necesidad de retroalimentación entre gobernantes y gobernados para fortalecer la gobernabilidad; permitiendo a los ciudadanos que viven en sistemas democráticos expandir sus horizontes de acción a través de la confianza justificada hacia autoridades.

Por lo tanto, el valor de la confianza política en democracia no radica en la obediencia o alienación, en la popularidad o en la aceptación en sí. Simplemente la democracia para funcionar adecuadamente exige un significativo grado de retroalimentación, el cual no se limita únicamente a la participación el día de la elección o al pago de impuestos. La interdependencia ciudadano–gobierno va más allá de jornadas electorales y obligaciones fiscales, tiene que ver con el cotidiano potencial de cooperación entre las dos partes.

En esta línea, Warren y Offe plantean que la coordinación y corresponsabilidad gobierno-sociedad son imprescindibles para comprender la idea moderna de Estado, pero sobre todo para su funcionamiento[4]. Sin embargo, para tener la posibilidad de coordinar y cooperar, la sociedad debe tener la capacidad de prever o anticipar el comportamiento de los actores políticos e instituciones, y esto lo hace por medio de un juicio que tiene como resultado el depósito de un grado de confianza o desconfianza política. Al respecto, Warren hace un balance y concluye que la confianza aporta dos cosas: complementa y da soporte a las resoluciones derivadas de la deliberación en conflictos de intereses; y éstas a su vez al cumplirse, pueden generar confianza entre individuos, y entre éstos y las instituciones[5].

Además, el valor de la confianza política hacia las instituciones en una democracia reside en que facilita la cooperación, independientemente de las preferencias ideológico-partidistas de los ciudadanos. De esta forma, una democracia está consolidada cuando una parte importante de los ciudadanos consideran que las instituciones son legítimas y constituyen la forma más apropiada para regir la vida en sociedad, lo que a su vez, genera gobernabilidad, es decir, condiciones de cooperación, consenso político y pacto social.

En regímenes autoritarios en cambio, la confianza no es un elemento esencial para la gobernabilidad, esto debido a que la legitimidad no reside en el pueblo, ni la soberanía en la voluntad popular, sino en la constante amenaza de sometimiento mediante el uso de la fuerza del Estado. Es decir, al cercar las libertades y consolidar las condiciones de obediencia, el gobierno no requiere de la cooperación espontánea y fundamentada en la confianza, porque la gobernabilidad y la cooperación están garantizadas por otros medios, generalmente a través del miedo.

En otras palabras, la confianza política cumple con dos funciones en las relaciones de poder. Primero, reduce la complejidad y la incertidumbre en los procesos de socialización, es decir, en la interiorización de valores y normas que hacen posible la interacción social. Segundo, al ser el punto de partida de toda relación social, facilita la construcción de futuro aún por encima de las diferencias, al hacer posible la cooperación entre los diversos actores de un sistema político.

Aunque la desconfianza política no es un fenómeno reciente, lo que ha sucedido en las últimas décadas en México y en diversas democracias occidentales, es que los estudios de opinión han revelado su existencia y sus variaciones. Por esto último, democracias tanto consolidadas como emergentes, se preocupan cada vez más por el cómo los gobernados perciben a sus gobernantes. Esto se debe a que los gobiernos emanados democráticamente pueden ser más efectivos si existen condiciones de generalizada confianza de ciudadanos hacia políticos e instituciones, pues grupos o individuos tienden a cooperar, ya sea en simples situaciones cotidianas como respetar la ley, pagar impuestos, aportar información a policías sobre delincuentes, votar, interactuar con las autoridades en situaciones especiales que requieran participación, opinión o conocimiento para tomar decisiones, entre muchas otras. Por su parte, cuando se tienen elevados niveles de desconfianza, ésta puede influir -no necesariamente causar por sí sola- en una medida aún no determinada, desde el simple aumento de apatía por la política, desobediencia del marco legal, obstaculización de políticas públicas, evasión fiscal, hasta el surgimiento de grupos armados.

Ciertamente, ningún gobierno que se jacte de ser democrático puede pretender que la totalidad de la gente confíe en él. Actualmente difícilmente algún gobierno en el mundo cuenta con niveles de confianza política mayores al 50%. Y en consecuencia no debe olvidarse que la desconfianza también es un mecanismo de defensa útil en sistemas democráticos. Posturas que defienden los pesos y contrapesos argumentan que cierto grado de desconfianza es saludable en un sistema democrático pues se enfatiza que una de las razones de existir de la democracia es que aquellos que tienen poder no son confiables[6]. Es necesario controlarlos, asegurar que permanezcan en el poder únicamente el tiempo establecido y evitar su abuso. Sin embargo, aunque puede ser preferible tener ciudadanos críticos y que desconfíen, que apáticos, desinformados, o ingenuos, la desconfianza en las instituciones no necesariamente es “signo de madurez política”[7], sino de descomposición del tejido social y de las instituciones. Por lo que vale la pena dejar abierta la pregunta ¿Qué sucede en una democracia cuando la desconfianza en las instituciones políticas no va necesariamente de la mano de una ciudadanía crítica y participativa?

La actual desconfianza política en México ha sido nutrida a lo largo de su historia por diversas élites políticas. Desde la Colonia, la Independencia, la dictadura porfirista, el autoritarismo priísta, hasta nuestros días, la clase política ha ejercido el poder con ineficientes, corruptos y en ocasiones inexistentes contrapesos o control, inspirando una sólida base de desconfianza hacia los políticos e instituciones.

Sin negar los avances logrados, al final del viaje el resultado de la revolución se quedó corto ante las necesidades de la sociedad mexicana. El amplio capital de confianza política cosechada durante los gobiernos de mitad de siglo pasado, fue desgastándose hasta agotar la última de las posibilidades para extender el dominio partidista.

Cuando los avances fueron contundentes en la congruencia entre discurso y hechos hacia el fortalecimiento de la democracia (1997-2000) la ciudadanía respondió con un incrementó de confianza hacia las instituciones. No obstante, la desilusión con los gobiernos emanados de elecciones limpias y competidas no se hizo esperar, y los avances quedaron atrás gracias los resultados del primer gobierno federal no priísta en 71 años y del resto de gobiernos estatales y municipales. Esta situación demostró que el sistema político mexicano no tuvo la capacidad de adaptarse y transformarse, porque los actores mantuvieron las costumbres autoritarias del anterior régimen y la desconfianza política se extendió.

La activación de la confianza en lo electoral y lo político que requirió de mucha negociación y voluntad para avanzar en un sentido democrático por parte de todos los actores políticos, ha tenido un evidente retroceso incluso durante los últimos años. Ya en el poder la antes oposición reprodujo costumbres antes criticadas al antiguo régimen: represión, clientelismo, imposición, exclusión de minorías, corrupción y contubernio con poderosos actores privados. Todos los partidos hoy día se quejan de las mismas prácticas, pero todos las reproducen dependiendo el nivel de gobierno, estado y la fuerza política con la que cuentan. Las consecuencias han sido sin lugar a dudas un retroceso democrático o cuando menos un estancamiento y el afianzamiento del desencanto, el cual permea cada vez más sectores de la sociedad mexicana. Tal vez posturas pragmáticas, señalen que es necesario redimensionar el problema y no asustarse demasiado con las actitudes antidemocráticas de los políticos e instituciones, pues el caso mexicano no es el único.

Sin embargo, lo que parece confirmarse al menos hasta ahora, es que la democracia mexicana en términos generales se restringe a los discursos institucionales grandilocuentes  y al marco legal, careciendo así, de las costumbres y valores necesarios para el ejercicio efectivo de las relaciones políticas y sociales propias de esta forma de elegir gobierno. El problema es más complejo de lo que parece y va más a allá de reformas institucionales. Si bien con las condiciones actuales no se percibe la posibilidad de cambio en las actitudes hacia el sistema político mexicano, es necesario replantear sí resignarse a este tipo de cultura de desconfianza, abusos y corrupción es lo que necesita la sociedad mexicana para desarrollarse, o son precisas acciones concretas y constantes para intentar cambiar gradualmente esta inercia.

¿Cuánta confianza puede haber en un gobierno que manipula constantemente las instituciones y recursos del Estado, para combatir adversarios y beneficiar a particulares cercanos? ¿Se puede confiar en un sistema judicial que no trata a todos por igual, que no garantiza el ejercicio efectivo de la ley, que es lerdo y corrupto, que manipula el marco legal a su conveniencia? ¿Cómo confiar si algunas autoridades electorales son producto de una repartición de cuotas de poder entre partidos, alejándose mucho de la imparcialidad electoral? ¿Cómo alimentar la confianza política si lo único donde la mayoría se impone es en las condiciones de pobreza y desigualdad, donde más de la mitad más uno, viven en condiciones de franco rezago e inequidad de oportunidades respecto al resto? ¿Cuánta confianza puede existir cuando el ejercicio democrático de contrapesos es más formalidad que práctica, donde las complicidades entre poderes obedecen a intereses de grupo y no a los de la sociedad? ¿Qué calidad de información tiene la sociedad para decidir en su juicio de confianza política, con un oligopolio informativo en televisión, que da un trato a la nota que depende del momento político y actor involucrado? ¿Qué confianza se pretende forjar con ciudadanos insatisfechos que se quejan mucho de sus actores e instituciones políticas, pero que hacen poco para cambiar esta situación y ayudan mucho a mantenerla en algunas ocasiones siendo cómplices de la corrupción? ¿Cómo generar confianza si las instituciones del Estado mexicano no son capaces de cumplir con su función más básica: garantizar la seguridad de habitantes del territorio?

Agustín Morales Mena

 @ObsNalCiudadano

Departamento de Investigación Aplicada y Opinión

IIJ - UNAM


[1] Fragmento del artículo: “¿Es posible reducir la desconfianza política? El caso mexicano (1996-2004)” en Revista Mexicana de Opinión Pública. Universidad Nacional Autónoma de México, FCPyS, enero-junio 2015.

[1] Mauricio Merino Huerta, El futuro que no tuvimos, Ed. Planeta, México, 2012, 333 pp.; Lorenzo Meyer, Nuestra tragedia persistente: la democracia autoritaria en México, Debate, México D.F. 2013, 448 pp.

Lorenzo Córdova, et.al., México 2012: desafíos de la consolidación democrática, Tirant México, México, 2012, 311 pp.

[2] Mark Warren (coord.) Democracy and Trust, Cambridge University Press, Cambridge, 1999.; Luhmann, Niklas. Confianza, Anthropos, Barcelona, 1996.

[3] Levi, M. y Braithwaite V. (coord.), Trust and Governance, Russell Sage Foundation, Nueva York, 2003, 1.

[4] Offe, Claus, “How Can We Trust Our Fellow Citizens?” en Mark Warren (coord.) Democracy and Trust, Cambridge University Press, Cambridge, 1999.

[5] Warren, Mark E., op cit.

[6] Levi, M. y Braithwaite V., op.cit.

[7] Dogan, Mattei, “Erosion of Confidence in Thirty European Democracies” Comparative Sociology, Vol. 4, 1-2, 2005, 46.

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