Hace poco menos de un año, y en el marco de la reunión de los 300 líderes más influyentes de México de 2014, el presidente Enrique Peña Nieto afirmaba que ya existían nuevos instrumentos para combatir la corrupción, entendida como un “asunto de orden cultural” –que matizando, debido a lo problemático de la idea, dijo que no era privativo de México-, y cuyo remedio, por lo menos en su primera etapa, consistía en reconocer esa debilidad cultural. Ni un año transcurrió para que el presidente cambiara radicalmente de postura, al afirmar que el Estado mexicano –se refiere a las instituciones, lo cual nos remite a la burocracia- está “domando auténticamente la condición humana”.

Parece que el problema radica en que el presidente no tiene clara la distinción entre naturaleza y condición –conceptos trabajados por Montaigne, Sartre y Arendt, entre otros-. Pareciera que el señor presidente nada de un lado a otro en una confusión de ideas, deseos, dogmas, pulsiones y concupiscencias que lo obligan a defender dos posturas antagónicas al unísono. O también puede ser que su política pragmática, basada en intereses prácticos y acciones concretas –obviamente desprovista de teoría, moral o filosofía- se adecue según las circunstancias, a una u otra opción sin importar que estén muy alejadas. Así, aunque bajo argumentos que parecieran opuestos –a cualquier estudiante de ciencias sociales-, son comprensibles y hasta justificables los diversos casos de tráfico de influencias, nepotismo, enriquecimiento ilícito de su grupo cercano en el poder, etc., ya que la cultura o la naturaleza nos llevaron a ello, y así, se le quitaría cualquier responsabilidad a las personas que, debiendo asumir un comportamiento ético, se alejan de éste y corrompen las instituciones.

Haciendo un injusto esfuerzo por sintetizar, tenemos que la cultura es una construcción social, histórica, y por lo tanto antinatural. Por otro lado tenemos que la condición humana tiene tres características fundamentales: La corporalidad –somos cuerpos que responden a leyes biológicas y físicas en un ambiente determinado-; La animalidad –somos animales políticos-; y La cultura –somos seres simbólicos con una extraordinaria capacidad para perdernos una y otra vez en el enmarañado sendero cultural-. Y estas tres características –ambiente, lenguaje y técnica- interactúan en ese concepto conocido como condición humana.

Pues bien, si la corrupción fuese cultural implicaría que los usos y costumbres dominantes en una sociedad originaria se establecieron bajo prácticas que promovían la corrupción y que se aceptaron sin mayor contratiempo hasta arraigarlos, aceptarlos y reproducirlos de la misma manera en la que se acepta un saludo de manos. Pero si la corrupción fuese parte de la condición humana se estaría diciendo algo tan extraordinario como que por fin se halló el origen del MAL, -aja, así con mayúsculas, me refiero al mal radical-. Las concepciones tradicionales sobre el mal se aglutinan en la incomprensibilidad del terror, en la total y absoluta monstruosidad de lo maligno. Este mal radical se vinculó tradicionalmente a figuras antagónicas que encarnaban el mal, y cuya antítesis quedaba contenida en el personaje que encarnaba el bien.

Al respecto, podemos recordar el texto titulado Eichmann en Jerusalén de Hanna Arendt, en donde la autora complejiza el concepto del mal y lo lleva más allá de un mero deseo de no hacer el bien. Para ejemplificar este diagnóstico, Arendt elige a Adolf Eichmann quien fue llevado a juicio debido a los múltiples crímenes de lesa humanidad cometidos contra la comunidad judía durante la Segunda Guerra Mundial. Arendt viajó a Jerusalén para asistir al juicio de Eichmann, esperaba encontrarse con un monstruo, con un personaje malévolo que presumiera sus hazañas, sin embargo, halló algo menos extraordinario, se encontró a un tipo inofensivo y aparentemente normal que se negaba a comprender el peso de sus acciones. Más parecido a un estereotipo de burócrata que a alguien de características excepcionales.

Eichmann era un hombre que no tenía pensamientos propios, que no tenía capacidad para sentir empatía, con un incuestionable sentido de la obligación ante la autoridad, un fiel seguidor, una persona ávida por encajar y ser aceptada. Él sufría –decía Arendt- de una lealtad ciega y un autoengaño sobre la moralidad de sus acciones.

A partir de esto, Arendt replanteó su concepto del mal. Renunció a la búsqueda del mal radical encarnado y planteó la banalidad del mal, es decir, una forma diaria del mal ejemplificada en la burocracia ansiosa, ciega y fiel al poder. De manera que no se necesita ser cruel para encarnar el mal, basta con seguir ciegamente las órdenes de otra persona para encarnarlo.

Por tal motivo es un despropósito pretender haber encontrado el mal –la corrupción- en la condición humana, ya que ésta se halla en algo más cotidiano y en apariencia, insignificante. Se encuentra en las acciones que día a día lleva a cabo la gente incapaz de empatía, ansiosa, ciega y fiel al poder. De esta manera, la propuesta de entender a la corrupción como parte de la condición humana y pretender que ésta puede ser domada desde el poder del Estado es aún más débil que entender a la corrupción como un fenómeno cultural. Y más allá de la ignorancia que evidencian estos dos planteamientos, lo verdaderamente preocupante radica en la manera en que desde el poder se ha armado un discurso que justifica el statu quo, que defiende a los corruptos sin involucrarlos directamente, eliminando sus responsabilidades.

Algunos estudiosos fijan la genealogía desde la época virreinal; otros más siguen la huella desde el Porfiriato cuando el Estado logró una forma institucionalizada y burocrática, y siguió operando y arraigándose en las sucesivas transformaciones del Estado hasta llegar a nuestros días en donde se han beneficiado ciertas élites a costa del empobrecimiento y marginación de las mayorías.

La corrupción no está tatuada en el código genético de los hombres, mucho menos puede ésta, ser domada o controlada como una pasión –al estilo de Hobbes- a través de una racionalidad estatal, tampoco está unida a la idiosincrasia nacional. La corrupción es producto de la configuración del Estado, que ha permitido, justificado y promovido las prácticas corruptas, y al mismo tiempo, se ha beneficiado y fortalecido de una sociedad apática, poco educada y poco participativa que replica cotidianamente, en mayor o menor medida, las mismas prácticas corruptas que padece.


Christian Eduardo Díaz Sosa

Investigador del Observatorio Nacional Ciudadano

Twitter: @ChristianDazSos @ObsNalCiudadano

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