La anécdota se la atribuyen a Sócrates y narra la intención de un amigo por avisarle de lo mal que hablaba otra persona de él. El sabio lo detuvo. “Antes quiero hacerte tres preguntas: ¿es cierto?, ¿es bueno?,  ¿es útil para mí?”; el amigo respondió a todas que no. “Entonces, ¿para qué quiero saberlo?”.

La posibilidad de estar conectados en tiempo real no necesariamente nos ha hecho una sociedad mejor comunicada. Incluso, en ocasiones ha ocurrido todo lo contrario. La velocidad con la que se intercambian rumores, versiones a medias y hasta datos abiertamente falsos ha hecho caer en el descrédito a muchos autores o fabricantes de supuestas noticias. En la arena de la difamación lo importante no es la verdad, sino aquello que parece que podría serlo.

En esa lógica, nos hemos vuelto propensos a construir juicios a bote pronto y con datos de origen dudoso. En una sociedad mexicana en la que impera la desconfianza en todo y en todos, ésta forma de actuar se expande para cobijar fobias, odios, rivalidades e intereses particulares que permitan homologar el desprestigio.

Si, en algún punto, todos estamos manchados ¿qué sentido tiene limpiarse o abogar por la limpieza? Como país, nuestra historia puede explicarse también por los eventos en los que lo “legal” ha superado ampliamente a lo correcto o a lo ético, en que lo legítimo ha quedado en segundo lugar frente al pragmatismo.

Durante años, el sistema político mexicano fue eficaz en dejarnos claro que sólo quienes lo integraban eran capaces de ofrecer la paz social que nunca habíamos conocido hasta que concluyó la cruenta Revolución Mexicana; al institucionalizarla, Plutarco Elías Calles convenció a los jefes armados de dirimir sus problemas a través de la política, nunca exenta de intrigas.

Pero eso quedaba reservado a un grupo compacto que podía vivir y desarrollarse entre los rumores y las traiciones. El ciudadano común no debía intervenir en el juego, y en su lugar, dedicarse a vivir tranquilamente, agradecido siempre de la paz que se le otorgaba a cambio de su apatía.

Ahora, en un sistema que ya no tiene los controles de antaño y cuyos problemas se multiplican casi diariamente, esa exclusión civil se ha vuelto insostenible. Una de sus caras más amargas son los “escándalos” recurrentes a los que nos tienen acostumbrados muchos personajes públicos, sean o no ciertos.

No obstante, en lugar de apuntar hacia la limpieza, la opción que se reproduce en pleno siglo XXI es la de lanzar lodo por cualquier vía, inclusive desde el anonimato, para evitar que quienes no están (o estamos) dentro de este sistema defectuoso se acerquen demasiado.  Ejemplos sobran. Disculpas, tristemente, también. Hechos que restauren la confianza en las instituciones y en nosotros mismos como nación, son los que parecen seguir ausentes.

 

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