Quinta mirada: El costado abierto

«Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo. Él me protegerá en su tienda el día del peligro; me esconderá en lo escondido de su morada, me alzará sobre la roca» (Sal 27 [26],4-5).

Casi imperceptible, en el flanco derecho del cuerpo, se esconde su costado abierto. Es el abismo infinito donde convergen las cinco heridas... las miles de heridas. No hay sangre, pues ha sido toda derramada para absorber nuestro veneno. Y ha quedado sólo, muy discreta, la ruta mística hacia su corazón sagrado. Ahí está nuestro templo, el hogar, el refugio. La profundidad serena, el reposo bienaventurado, la dulzura eterna. «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí!» (Mt 17,4). En ella se resuelve toda angustia y nace la vida nueva.

El discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que se reclinó en el pecho durante la Cena (cf. Jn 13,23), dio testimonio de que, tras la muerte del Crucificado, una vez traspasado por la lanza del soldado, brotó de su costado sangre y agua (cf. Jn 19,34). En ellas se contiene, por el don del Espíritu, los sacramentos de la Iglesia. La Iglesia es nuestra casa, nuestra familia, la prolongación del corazón de Jesús en la historia, mientras nos dirigimos a la morada eterna. Todos los bautizados, como Iglesia, llevamos el latir del amor divino a los rincones del mundo. La tierra está sedienta de ese amor. Las grietas resecas del odio, de la violencia, de la indiferencia, de la injusticia, reclaman que nosotros mismos, discípulos amados, demos ahora testimonio del caudal de vida que brota de ese costado abierto. Nosotros somos el agua bendita y la sangre de Cristo que ha de inundar el mundo con el amor de Dios.

Oración

Santo Cristo, fuente de agua viva, dentro de tus llagas escóndeme. Imprégname de tu espíritu para que pueda llevar al mundo, sediento de amor, el desbordante caudal de tu gracia. Que al nutrirme de tu cuerpo me fortalezca en la caridad, y que el abrigo de tu corazón me ayude a perseverar en el servicio a mis hermanos.

Despedida: El recuerdo

Al retirarme del Crucifijo contemplado, experimento el júbilo sereno de que su imagen haya quedado marcada en mi recuerdo. Si lo llevo conmigo, podré extender los nobles sentimientos y pensamientos que me ha inspirado, impregnando de ellos los espacios que visite. Sea alabado Jesucristo.

La fe cristiana contiene como su más poderosa certeza el perdón. Perdón recibido de Dios por los propios pecados, y perdón convertido en encomienda que se multiplica. Sólo el perdón detiene la cadena de violencia que se genera con cualquier agravio. Sólo el perdón sana el corazón y reconcilia sociedades. Sólo el perdón restablece la comunión con Dios. Por eso Jesús lo enseñó en sus parábolas y lo confirmó en la oración: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Es verdad que la primera reacción ante el mal sufrido es un reclamo de justicia. Y éste no desaparece por el perdón. Pero el perdón es siempre más grande y, en última instancia, más eficaz, que la sola justicia. El perdón alcanza a ver en el agresor a un hermano, necesitado con particular intensidad de compasión y redención. Ante el impacto inevitable de las afrentas, que puede dejar hondas heridas en el alma, el perdón es también bálsamo que recrea y abre posibilidades inéditas. Creer en Cristo es creer en el perdón. Que el veneno puede ser absorbido y la vida redimida. Sólo en el perdón hay esperanza. Sólo en el perdón está a la misma altura del misterio insondable de la libertad humana. Y es, también, creación de Dios, regalo de Dios a la humanidad. En el perdón vislumbramos nuestra estatura y nuestras más altas posibilidades.

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