Como síntesis del cristianismo, la Eucaristía incluye una dimensión cósmica. Ya lo veía aquel antiquísimo documento, contemporáneo a los Evangelios, que daba instrucciones sobre la celebración. “Como este fragmento (el trigo, el pan) estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino”. Y luego, al dar gracias después del alimento del cielo: “Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas por causa de tu nombre y diste a los hombres comida y bebida para su disfrute. Mas a nosotros nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna por tu siervo (Jesús)” (Didajé, 9 y 10). Acostumbrados muchas veces al banquete, podemos olvidar que Jesús mismo quiso confeccionarlo con el fruto de la tierra y del trabajo.

Esta mirada sobre la Creación la tuvo también san Juan Pablo II al escribir su encíclica sobre la Eucaristía. Y destaca porque confiesa, en ella, su propia experiencia de haber celebrado en tantos lugares, desde los más suntuosos hasta los más humildes. “He podido celebrar la Santa misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades… Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una Iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno, mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo” (Ecclesia de Eucaristia, n.8).

Esta misma página estupenda fue retomada por el actual pontífice en su encíclica sobre el problema ecológico. “El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios… Por eso, la Eucaristía es también fuente de luz y de motivación para nuestras preocupaciones por el ambiente, y nos orienta a ser custodios de todo lo creado” (Francisco, Laudato si’, n. 236).

Francisco cita también a su antecesor, en un pasaje no menos notable, de otro Jueves de Corpus que cayó en 15 de junio. “Al contemplar más de cerca este pequeño trozo de hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis la creación. Concurren el cielo y la tierra, así como la actividad y el espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hace posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y la existencia del hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este trozo de pan como su signo. La creación con todos sus dones aspira, más allá de sí misma, hacia algo todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, y más allá de la síntesis de la naturaleza y el espíritu que en cierto modo experimentamos en este trozo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo… Cuando, en adoración, contemplamos la hostia consagrada, nos habla el signo de la creación. Entonces reconocemos la grandeza de su don; pero reconocemos también la pasión, la cruz de Jesús y su resurrección. Mediante esta contemplación en adoración, él nos atrae hacia sí, nos hace penetrar en su misterio, por medio del cual quiere transformarnos, como transformó la Hostia” (Benedicto XVI, Homilía del 15 de junio de 2006).

Ahora que nuestra mirada curiosa penetra como nunca los abismos del universo, y que también como nunca es consciente de la fragilidad de nuestro sistema, ese pequeño fragmento nos mueve a la contemplación y a la esperanza. Todo pasará. Pero la Palabra de Vida no pasará.

Foto: Jan Davidsz de Heem, Eucaristía en guirnalda de frutas

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