Un niño es algo serio. Es verdad que su presencia resulta enternecedora. Sus preocupaciones no suelen deberse a cuestiones graves. Su juego reproduce un mundo de fantasía en el que no parece haber mayores amenazas. Y, sin embargo, el niño se toma siempre en serio. Se divierte, pero aún entonces reclama un orden de seriedad en su consideración.

La fe de un niño también es cosa seria. Por admirable que a algunos les resulte, él logra distinguir entre el ámbito de la fantasía y el ámbito de la piedad. Su intuición de lo sagrado es delicadamente aguda. Aún antes de la edad de la discreción, el pequeño presenta signos conmovedores de sensibilidad religiosa. Llegado al despertar de la conciencia, es capaz –a veces más que muchos adultos, amañados por las trampas de las formalidades y las apariencias– de distinguir el orden objetivo del bien y del mal, y la responsabilidad que todo reviste ante Dios. Es verdad que en ello mucho ayudan sus educadores, pero también resulta desconcertante con frecuencia la madurez de su juicio. Y es porque captan la realidad con frescura. Cuando alguien les ha confirmado en la verdad, pueden seguir esa misma pista y llegar muy lejos.

Ha habido experimentos, en los medios celebrativos de la fe, de adaptarse a lo que les parece a algunos el mundo infantil. Muchas veces se han salido del carril, precisamente por no captar la seriedad con la que el niño vive su fe. Si se parodia un programa de entretenimiento, el resultado no es propiciar un ambiente litúrgico. En realidad, si alguien es sensible a lo sagrado, cuando se le devela genuinamente, es precisamente un niño. El recogimiento interior, la devoción, la adoración, la súplica piadosa, no son ficticias en la infancia. Al contrario: tal vez nunca como entonces son limpias.

La seriedad de la fe de un niño está llena de confianza, de alegría y de esperanza. Todo se presenta ante ella como posibilidad, como horizonte, como descubrimiento. Alcanza las certezas básicas, de manera que se posiciona sólidamente en la existencia, pero de ninguna manera es aburrida o repetitiva. Al igual que cuando vuelve a entonar una canción ya conocida, disfruta la perenne novedad de su melodía. Es capaz de reconocer la novedad, aún conservada en su memoria, y además se emociona al sentir que forma parte de ella. Es una fe que no se cansa.

Cuando Jesús propuso a los niños como paradigma de acceso al Reino de Dios, lo hizo en este sentido de apertura incansable a su novedad (cf. Mt 19,14). Pedía a los discípulos que los dejaran acercarse a él. Acceder a su misterio. De hecho, también respecto a los niños tuvo un ejemplo contrastante. En la crítica a su generación, precisamente en cuanto cerrada a la novedad del anuncio, la imagen infantil resultaba menos favorable. Los describía en su inconstancia en referencia a un canto de chiquillos en las plazas, en el que ni se llora con las canciones tristes ni se baila con las alegres (cf. Mt 11,16-19). También el elogio requiere matices.

En estos mismos días, la fe pascual de algunos niños se propone a la comunión católica como ejemplar. Dos de los videntes de Fátima, Francisco y Jacinta, serán canonizados en próximos días. Poco después, de nuestra propia tierra, Cristóbal, Antonio y Juan, los mártires tlaxcaltecas. En la complejidad de coyunturas históricas muy diversas, lo que se presenta es la seriedad con la que la fe puede ser vivida en esas edades, como auténticamente ejemplar. Sin perder la frescura propia de su edad, su testimonio de fe es contundente. Alegremente contundente.

Foto: Nicolaes Maes, Jesús bendice a los niños

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