Si algo caracteriza a la Pascua cristiana es la sorpresa. Por más que Jesús hubiera anunciado su resurrección de entre los muertos previamente, el entendimiento de los discípulos estaba embotado en lo esencial de aquel mensaje. Incluso después de ocurrido, los mismos que se encontraban con él tardaban en descubrir lo que significaba. Por más que entre los signos portentosos que hubiera realizado en su ministerio público hubiera varios episodios de revivificación, que permitiría orientar la inteligencia hacia lo ocurrido en la madrugada del primer día de la semana, el acontecimiento pascual es radicalmente lo inédito, lo inesperado, lo siempre nuevo, lo desconcertante.
Los cristianos no siempre nos damos cuenta de esta perspectiva. Por más que la liturgia no deja de invitarnos al asombro, fácilmente dejamos que en el rito domine la nota convencional. Un filósofo me hacía ver hace poco que las nuevas generaciones, al haberse instalado en el presente, han perdido el relato, la narración, como forma de su vida. Esto termina también por diluirles su esperanza. La percepción de un tiempo circular se rompe precisamente en la Pascua. Si la modernidad se ha caracterizado por los grandes relatos, y la llamada postmodernidad se conformó con los pequeños relatos, la estructura actual (o la falta de la misma) se ha convertido en la ausencia del relato. Y, por lo tanto, la ausencia de identidad, de pertenencia y de horizonte.
La sorpresa pascual no es el instante encerrado en sí mismo. Es el instante que abre hacia algo nuevo. Es la ventana del aire fresco. No es impacto emocional perfectamente calculado, sino desbordamiento, posibilidades no previstas, figuras insospechadas. Por eso, su impacto no puede quedarse en quien lo recibió. Espontáneamente se comunica. Incorpora todo lo pasado, pero ante todo se eleva, como una ola poderosa, hacia nuevas playas.
Por eso, quien más dispuesto está para entenderlo es el niño. En nuestra cultura, el niño navideño. La fascinación de lo que está a punto de llegar lo embelesa. Goza la sorpresa antes de que llegue. Paladea su cercanía y su emoción crece en la medida en que se aproxima. Pero a diferencia de un nacimiento, en el que ya se conoce lo que ha de suceder, la Pascua es ingobernable. Su estupor es siempre puro. El espíritu infantil ayuda a vivirlo porque lo que mejor caracteriza su intensidad es la apertura al futuro. Pero aún en ese caso es desconcertante, porque mientras el corazón pequeño puede jugar con fantasías controlables, lo que sucede en este tiempo es una vitalidad desconocida. Es el niño que descubre por primera vez su propia imagen reflejada hasta el infinito en dos espejos que se encuentran. Es un abismo de luz, de oportunidades no calculadas, de belleza. Intuye la eternidad como lo más opuesto al aburrimiento y a la repetición.
En la Pascua, los guiones previstos resultan siempre insuficientes. Pueden ser usados, para identificar nuestras propias narraciones en su cadencia. Pero en el mismo acto de ser incorporados, adquieren un valor renovado. La celebración cristiana se nutrió de la preciosa pascua judía, pero no se quedó en ella. Desde su propia originalidad, dio lugar a algo distinto.
El entrenamiento comercial de nuestros tiempos aprovecha la expectativa, pero termina por traicionarla. Al final, no le ofrece nunca algo radicalmente nuevo. Y repite su ciclo de insatisfacciones. Paradójicamente, encierra al deseo en el deseo mismo, volviéndole inaccesible el objeto del deseo. Estrella el encuentro personal cuando más recursos existen para comunicarnos. Precisamente por ello, la Pascua se vuelve más urgente. Cuanto menos se le conoce, más se le añora.
La sorpresa pascual nunca asfixia. Ni asusta. Despierta un temor reverente, cargado de optimismo. Hace surgir un amor grande, precisamente ahí donde el odio parecía haberse vuelto dominante. Relativiza las antiguas batallas, porque reconoce su inutilidad de cara a la ventura recién surgida. Levanta, con entusiasmo, y mueve a sonreír con gesto nuevo. Hace ver que todo, absolutamente todo, tiene solución. Y que es posible caminar con la frente en alto, porque en realidad la vida apenas está empezando.



Foto: F. Overbeck, Mañana de Pascua

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