Hubo un tiempo en el que se consideraba a la compasión un signo de debilidad. Todavía hay quien así lo piensa. Vibrar con el dolor ajeno sería un flanco interior abierto, que nos haría vulnerables a los ataques. “Sin piedad”, podía ser el grito que bloqueaba los impulsos guerreros a detener la mano criminal. Ser compasivo se justificaba en una madre. Pero no en otros frentes. Aún a auxiliares en el campo de la salud se les recomendaba superar la compasión, para poder actuar con profesionalismo al atender a un paciente.
Ciertamente, no puede tratarse de una simple reacción emocional pasajera, que evade los compromisos y ve las desgracias lo más lejanamente posible, a veces más por curiosidad que por auténtica solicitud humana. Tampoco puede ser una efervescencia emotiva incontrolable, que haga perder la perspectiva de la realidad. Como reacción humana, requerirá siempre volverse consciente, reconocer sus motivaciones y desprender los necesarios compromisos. Pero como fuerza instintiva, la compasión es una virtud. Es estar en sintonía con la propia humanidad. En algunas ocasiones, mantener la mente fría podrá ayudar a ver el panorama con objetividad y reaccionar con prudencia. Darle rienda suelta a una compasión descontrolada no sería tampoco un ejercicio plenamente humano. Pero vacunar contra la razonable sensibilidad que se verifica en la compasión sería una amputación espiritual grave.

A primera vista puede parecer extraño, pero, al tratarse de una reacción humana natural, y al involucrar de tantas maneras la propia condición, la compasión requiere también ser educada. Es sorprendente que en tantas esferas la educación de las emociones haya quedado relegado a una cuestión intrascendente. En realidad, una persona familiarizada con su sensibilidad, con lo que la despierta y sus razones, lejos de ser alguien débil, es alguien mucho más fuerte y más capacitada para enfrentar positivamente las más diversas situaciones; es alguien sabio, que establece relaciones más sanas con la realidad, y se ubica en ella desde su propia vitalidad, con vigor creativo y solidario.

La compasión nos demuestra que nada humano nos es indiferente. De manera casi automática, la desgracia ajena nos toca, haciéndonos reconocer que estamos siempre involucrados los unos con los otros.

Existe hoy, sin embargo, un peligro extendido. La intensidad del dolor ajeno se ha vuelto un espectáculo accesible a todos. En este sentido, la costumbre puede volvernos insensibles. No sólo se ha multiplicado el impacto que recibimos a nuestra sensibilidad en obras de ficción. Los medios ponen cotidianamente a nuestro alcance situaciones reales, con mucha frecuencia tremendas. Y no se trata de que dejen de hacerlo, para que no nos acostumbremos. La cuestión es que en realidad nos sintamos interpelados, para reaccionar con una compasión positiva.

La Cuaresma, y con ella la Semana Santa, aportan también, desde la perspectiva creyente, su propio ejercicio de compasión y de esperanza. Por una parte, nos mueven a permanecer abiertos al dolor ajeno. Nos tocan, en un nivel que promueve, a la vez, la comunión con el prójimo y la esperanza redentora. Pero también nos mueven a reconocernos como sujetos dignos de compasión en varios aspectos, y reconfortados por un entorno caritativo y fraterno.

Todo esto, sin embargo, no se plantea sólo desde la esfera humana. La fe nos mueve a descubrir la raíz compasiva última que se encuentra en el fundamento de toda la realidad, en Dios mismo. Nos invita a descubrir una sintonía vital que siempre se nos ha adelantado, y que constituye, en realidad, la base de nuestra propia vida y de toda otra vida. Captar a un Dios misericordioso, que no es incapaz de compadecerse ante el hombre que sufre y que cae, sino que se compromete con él y desea levantarlo, lleva la compasión humana a un horizonte inédito, siempre nuevo. Lejos de amedrentarnos, nos hace más grandes y fuertes.

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