No son golpes de pecho. Al menos en el sentido caricaturizado de un cierto estereotipo de creyente, en el que se reconocen gestos exteriores sin un correspondiente estado interior. La burla, en este caso, suele señalar una postura hipócrita, que combina la apariencia de piedad con un escondido sentido de superioridad, y a veces incluso con arrogancia y aún violencia hacia los demás. Paradójicamente, la misma actitud denunciada por Jesús respecto a los fariseos del Evangelio. “Hagan y cumplan todo lo que ellos les digan; pero no hagan lo que hacen, porque ellos dicen, pero no hacen” (Mt 23,3).

El arrepentimiento sincero resuena en razón de una sincera revisión de la propia vida, medida desde una conciencia que sabe ser honesta, que reconoce la verdad de las acciones, las intenciones y los significados, que entiende los contextos y descubre las consecuencias. En el deber de justicia que se tiene ante Dios y ante el prójimo, es la deuda objetiva tras confesar que no somos el centro del mundo, y que en la red de relaciones que configura nuestro entorno no podemos dejar de impactar desde nuestra libertad. Se trata de ser responsable, de dar la cara, pero también de interiorizar la propia culpa, de sentirse mal por ella.

Hay muchas disposiciones personales diversas del recto arrepentimiento. Por ejemplo, el escrúpulo, que supone una lectura desproporcionada de las propias faltas. Con él, también un sentido escaso de autoestima, o una exageración alarmista y con frecuencia histriónica de lo que personalmente se vive. Pero también se da lo opuesto, el cinismo, que es incapaz de reconocer la maldad, y que se instala en la autoafirmación y se impone con violencia desde el poder, o que desiste con dejadez de asumir las propias responsabilidades. Pero existen aún otros mecanismos, no menos perversos. En algunos casos, la victimización que se convierte en reclamo permanente a los demás de presuntos derechos; en otros, la justificación sistemática de los propios errores, descargando en los demás las culpas.

El arrepentimiento sano es sincero y ecuánime. Incluye un malestar proporcionado y una disposición comprometida a asumir la propia responsabilidad. Sabe pedir perdón, y busca poner los medios para evitar nuevas caídas. Resarce con generosidad los daños. Es optimista, porque confía en aprender de los errores, y se lanza hacia delante con esperanza y creatividad. Procura recrear, hasta donde es posible, los lazos rotos, y comienza siempre de nuevo. Busca que lo ocurrido se vuelva experiencia, sin degenerar en costumbre.

Ningún texto bíblico retrata mejor los sentimientos del arrepentimiento que el salmo 51. “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad en tu presencia… Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría… Lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso… El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, no lo desprecias”.

Estas palabras no son fórmulas impersonales que se pueden repetir sin involucrar el corazón. Detrás de ellas se expresa un movimiento interior, una disposición al cambio, un arrepentimiento real que quiere transformarse en una nueva manera de vivir. El sentido de la conversión creyente está ahí volcado en oración, en súplica, en horizonte renovado. Su fuerza radica en la capacidad que tiene de revelar al hombre. Y de revelar también, con ello, al Dios condescendiente que quiere ayudar al hombre a levantarse. El Dios que no se arrepiente del hombre, y que se entrega para que el hombre pueda arrepentirse y volver a comenzar.

Foto: Pieter de Grebber, Rey David en oración

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