“No se puede quedar tumbada, señora”, le dijo el psicólogo. “El problema que ha enfrentado es real, y no puede borrarlo de su vida. Necesitará replantearse muchas cosas. Pero usted es más importante que sus problemas. Tiene la oportunidad de reinventarse a sí misma”.

El diálogo con un amigo que es, también, de oficio, psicólogo, nos llevó a comparar y a distinguir la conversión característica del cristiano con los procesos de sanación de personas que se han hundido en la desesperación. Evidentemente no se trata de lo mismo. La conversión cristiana incluye, como dato esencial, la vuelta a Dios, que se reconoce principio absoluto de la propia vida. El “reinventarse” terapéutico es, en buena medida, un proceso centrado en el propio yo y sus posibilidades. Con todo, convergen en ser momentos de cambio del ser humano, en el que algunas orientaciones descubren el “bien ser” humano, confrontado por alguna situación de “caída” o “disminución”, y el horizonte de esperanza que supone el hecho de que el ser humano, por encima de todos sus condicionamientos, no está nunca determinado fatalmente al fracaso.

El lenguaje de la fe para hablar de la conversión supone dos conceptos distintos pero vinculados. Del hebreo ha tomado el matiz de “retorno”. Supone que el ser humano, en su historia, sigue un camino determinado. Sus pasos pueden acercarlo o alegarlo de su fin. La conversión así entendida supone recuperar el rumbo adecuado. La experiencia muestra que no por mucho correr nos acercamos al destino buscado, si no seguimos la dirección correcta. Más aún, puede suceder que el esfuerzo sea vano, y que en realidad nos esté alejando del objetivo, o nos mantenga dando vueltas en círculo.

Del griego se ha tomado el matiz de “cambio de mentalidad”. Las conductas y las actitudes que se mantienen en la vida corresponden a una disposición espiritual, que es a la vez emocional y consciente, y supone una serie de valores y principios que no sólo se profesan teóricamente, sino se verifican en el modo de vivir. Si la primera perspectiva mira la dinámica del ser humano, la segunda se refiere más a su nivel estructural.

De cualquier manera, me parece que el elemento que distingue fundamentalmente el horizonte psicológico del religioso tiene que ver con la relación. En el “reinventarse” terapéutico, el eje se encuentra en uno mismo. En la conversión cristiana, en cambio, el eje se encuentra “fuera” de uno mismo. Aquí, se trata ante todo de salir. En primer lugar, salir hacia Dios. Por íntima que sea la presencia divina en el corazón, y por válido que sea el acceso a Él desde el propio interior, es prioritario que no se le confunda con los propios caprichos o con las imágenes creadas desde nuestra capacidad. Se supone una alteridad radical que es la que se reconoce precisamente en la experiencia religiosa. Esta “desinstalación” fundamental es, de hecho, el principio de todo itinerario creyente, desde Abraham y Moisés hasta los discípulos de Jesús.

Pero la fe cristiana sabe que la conversión hacia Dios no puede prescindir de la conversión hacia los hermanos. El mensaje cuaresmal del Papa Francisco subraya precisamente el don del otro y de la palabra de Dios como referentes obligados para la plena conversión. Apertura a Dios, en su palabra, y apertura al otro, descubierta a partir de la palabra de Dios.

Aceptando el valor del “reinventarse” psicológico, creo que la conversión religiosa le da, en esto, una pista prudente, que le evita caer en un encerramiento narcisista. El “reinventarse” es más pleno y más fecundo si escapa de las fantasías del egoísmo. El corazón sabe que aspira al amor, y un reinventarse sin amor, o pretendiendo obtener todas las energías desde el propio yo, puede conducir también al fracaso. Reinventarse, de acuerdo, como una nueva oportunidad de abrir los horizontes de la propia identidad hacia la comunión con Dios y con los hermanos, es un camino de plenitud.

Denys Calvaert, Conversión de Saulo

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