El paso del Papa Francisco por nuestro país hace un año adquiere una renovada elocuencia cuando consideramos los cambios de situación generados en los últimos meses, en particular cuanto se refiere a la migración. Hoy hace un año, una inédita iniciativa permitía que la misma celebración eucarística tuviera lugar en dos países, México y los Estados Unidos. Decía entonces el Papa en su homilía:

“Aquí, en Ciudad Juárez, como en otras zonas fronterizas, se concentran miles de migrantes de Centroamérica y otros países, sin olvidar tantos mexicanos que también buscan pasar ‘al otro lado’. Un paso, un camino, cargado de terribles injusticias: esclavizados, secuestrados, extorsionados, muchos hermanos nuestros son fruto del negocio del tráfico humano, de la trata de personas”.

Y continuaba: “No podemos negar la crisis humanitaria que en los últimos años ha significado la migración de miles de personas, ya sea por tren, por carretera e incluso a pie, atravesando cientos de kilómetros por montañas, desiertos, caminos inhóspitos. Esta tragedia humana que representa la migración forzada hoy en día es un fenómeno global”.

Y en este punto, el Santo Padre proponía un criterio de lectura del hecho, que no se estacionaba en criterios estadísticos o económicos, que no medía en clave de remesas o de procesos culturales, sino en el sentido más directamente humano: el de las personas concretas.

“Esta crisis, que se puede medir en cifras, nosotros queremos medirla por nombres por historias, por familias. Son hermanos y hermanas que salen expulsados por la pobreza y la violencia, por el narcotráfico y el crimen organizado”. Y este rostro preciso de la tragedia ya entonces volvía más urgente la cuestión legal: “Frente a tantos vacíos legales, se tiende una red que atrapa y destruye siempre a los más pobres. No sólo sufren la pobreza sino que además tienen que sufrir todas estas formas de violencia. Injusticia que se radicaliza en los jóvenes, ellos, ‘carne de cañón’, son perseguidos y amenazados cuando tratan de salir de la espiral de violencia y del infierno de las drogas. Y qué decir de tantas mujeres a quienes les han arrebatado injustamente la vida”.

Además de reclamar, entonces, el don de la conversión y la apertura de corazón para atender el rostro sufriente de hombres y mujeres concretas, el Papa daba gracias por el trabajo de organizaciones religiosas y de sociedad civil comprometidas en el acompañamiento y defensa de la vida. Muchos “asisten en primera línea arriesgando muchas veces la suya propia. Con sus vidas son profetas de misericordia, son el corazón comprensivo y los pies acompañantes de la Iglesia que abre sus brazos y sostiene”.

La perspectiva que el Papa tenía ante sus ojos era, sobre todo, la de una migración “de ida”. No se había detenido entonces en la necesidad de la hospitalidad de quien acoge a migrantes, mucho menos en el desafío de un proceso “de vuelta”. Describió, más bien, el infierno mismo del camino, asaltado por tanta violencia y abuso. Ahora se ha vuelto tema de reflexión la inestabilidad misma de quien sobrevive sin documentos, así como la amenaza continua de procesos de separación familiar, de desarraigo, de rechazo. Su invitación, sin embargo, de mantener la visión en las personas concretas, sigue siendo el método más humano de enfrentar cualquier emergencia.

Este rostro concreto lo vislumbramos cuando nos referimos a personas conocidas, muchos de ellos tal vez “soñadores”, pero también víctimas y sobrevivientes, y sobre todo hermanos a quienes nuestra propia patria no les ha sabido garantizar un hogar, un tejido social, un espacio seguro. La principal tarea, nos lo indicó el Papa, está adentro. Y aquí hay mucho que hacer. De interés personal, de compromiso, de honestidad, de creatividad. Quiera Dios que la emergencia nos exija despertar, y que lo hagamos con estatura humana.

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