Juan Diego es hombre de Adviento. Porque camina. Porque, en su camino, se dirige a Dios. Así lo confirma elNican Mopohua desde el principio: “Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos”. Este paso inicial se convierte en sorpresa. Cantos suaves de pájaros finos. “Se detuvo a ver Juan Diego”. Al cesar el canto, una voz lo llama. “Entonces se atrevió a ir a donde lo llamaban”. Tiene lugar entonces el primer encuentro, la primera tarea. De donde se sigue un paso decidido. “Luego vino a bajar para poner en obra su encomienda: vino a encontrar la calzada, viene derecho a México”. Paso en el que se asoma ya la urbe imposible. “Cuando vino a llegar al interior de la ciudad, luego fue derecho al Palacio del Obispo”.

Cumplido el encargo, el paso es doloroso. “Salió; venía triste, porque no se realizó de inmediato su encargo”. Y va a rendir cuentas. “Luego se volvió, al terminar el día, luego de allá se vino derecho a la cumbre del cerrillo”. Rinde en ella humilde cuenta. Suplica ser suplido por mensajero de rango convincente. Al renovársele la confianza, confirma su propia disponibilidad. “Y luego se fue él a su casa a descansar”.

El domingo se concentró en su misión. “Todo aún estaba oscuro, de allá salió, de su casa, se vino derecho a Tlatilolco, vino a saber lo que pertenece a Dios y a ser contado en lista; luego para ver al Señor Obispo”. Éste le pide otra señal. Diligente, porque la encomienda toma rasgos de atendibilidad, sigue un paso esperanzado. Sin embargo, es perseguido. El obispo “les manda a algunos de los de su casa en los que tenía absoluta confianza, que lo vinieran siguiendo, que bien lo observaran a dónde iba”. Pero él resulta inapresable. “Juan Diego luego se vino derecho. Siguió la calzada”. Pero los seguidores “lo vinieron a perder”. Y terminaron por calumniarlo.

De pronto tenemos al indio en el cerrillo, dando cuenta. Y se le indica volver al día siguiente, para entregársele la señal. Pero el lunes “ya no volvió”. La caridad lo urgió a procurar la salud para su tío, gravemente enfermo. El médico hizo por él, pero ya era tarde. Sólo cabe pedir los últimos auxilios espirituales.

El martes “vino a salir de su casa Juan Diego a llamar al sacerdote”. El paso ahora evade, no por descortesía, sino por la situación. La caridad urge. “Cuando ya acertó a llegar al lado del cerrito terminación de la sierra”, pensó que era prioritaria la atención al tío. “Enseguida le dio la vuelta al cerro, subió por en medio y de ahí atravesando hacia la parte oriental fue a salir, para rápido ir a llegar a México para que no lo detuviera la Reina del cielo”.

Pero ahora ella, mujer de Adviento, es quien desciende hacia él. “Le vino a salir al encuentro a un lado del cerro, le vino a atajar los pasos”. El diálogo explica la situación, e indica el destino que él considera: “Iré a prisa a tu casita de México a llamar a algunos de los amados de Nuestro Señor, de nuestros Sacerdotes, para que vaya a confesarlo y a prepararlo”. Pero la mujer le cambia el rumbo. Reitera la encomienda, y “le mandó que subiera a la cumbre del cerrillo”. Él, obediente, “subió al cerrillo”. Recogió la señal –las inexplicables flores, que para él eran signo suficiente–, “y en seguida vino a bajar”. La Celestial Reina le da instrucciones, y él “vino a tomar calzada, viene derecho a México, ya viene contento”.

“Vino a llegar al palacio” y hubo de esperar largo tiempo. Cumplió la tarea. La imagen surgió. Entonces “allí pasó un día en la casa del Obispo, aún lo detuvo”. Luego “mostró dónde había mandado la Señora del Cielo que se erigiera su casita sagrada”, y pidió permiso para ir a ver a su tío. Pero ya “no lo dejaron ir solo, sino que lo acompañaron a su casa”. El testimonio del antes postrado confirmó desde su propia experiencia la presencia de la Señora. Juan Diego volvió a la casa del obispo con su tío. Finalmente, “el señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la amada imagen de la amada Niña celestial”.

El último paso ya no lo narra el Nican Mopohua. Pero la tradición es sólida. Terminada la casita, la primera casita, se instaló junto a ella. Y ahí la sirvió, hasta el día de su muerte.

Foto: Miguel Cabrera, Juan Diego

 

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