Su genio y su influencia son inagotables. Agustín de Hipona brilla como uno de los personajes más destacados de la antigüedad cristiana. El África latina tiene en él una de sus mayores glorias, pasando por el singular privilegio de haber sido traducido al griego, cuando ésta se consideraba la lengua madre de la filosofía.

Su corazón inquieto lo mantuvo en búsqueda, hasta que, apasionado, descubrió lo que anhelaba. Fue tal vez el primero de los maestros que supo hacer de su itinerario, muy personal, profundamente arraigado en su conciencia, una referencia también en el camino de los demás. La reconstrucción de su memoria en las Confesiones convierte la biografía en un tema que, sin dejar de ser íntimo, puede ser compartido como alabanza a Dios y testimonio de la hondura humana.

Significativamente, reflexionó también sobre la educación. Sobre la que él mismo recibió y sobre los modelos que convenía propiciar para fomentar un auténtico desarrollo humano. No sólo fue maestro, sino también maestro de maestros. Un pasaje temprano de su recorrido vital es elocuente, para señalar la prioridad que debe tener la ética sobre la técnica, en este caso referido a la gramática.

“Mira, Señor, Dios mío, y mira paciente, como sueles mirar, de qué modo guardan diligencias los hijos de los hombres los pactos sobre las letras y las sílabas recibidos de los primeros hablistas y, en cambio, descuidan los pactos eternos de salud perpetua recibidos de ti; de tal modo que si alguno de los que saben o enseñan las reglas antiguas sobre los sonidos pronunciase, contra las leyes gramaticales, la palabra ‘homo’ sin aspirar la primera letra, desagradaría más a los hombres que si, contra tus preceptos, odiase a otro hombre siendo hombre. ¡Como si el hombre pudiese tener enemigo más pernicioso que el mismo odio con que se irrita contra él o como si pudiera causar a otro mayor estrago persiguiéndole que el que causa a su corazón odiando! Y ciertamente que no nos es tan interior la ciencia de las letras como la conciencia que manda no hacer a otro lo que uno no quiere sufrir”.

Y a partir de ello, como siempre lo hace, de su reflexión deriva una alabanza, que reconoce precisamente la ruta interior como acceso privilegiado a Dios, y a la vez norma de sensatez humana:

“¡Oh, cuán íntimo eres tú, que, habitando silencioso en los cielos, Dios solo grande, con la ley inmutable vas derramando cegueras de escarmiento sobre las concupiscencias ilícitas, cuando el hombre, anheloso de fama de elocuencia, persiguiendo a su enemigo con odio feroz ante un juez rodeado de gran multitud de hombres, se guarda muchísimo de que por un lapsus linguae no incurra en un error morfológico y no le importa que con el furor pasional le elimine de entre los hombres!” (Confesiones, I,18,29).

La información científica sobre el hombre es hoy, sin duda, aún más abundante que la que se tenía en tiempos de Agustín, desde las más diversas perspectivas. Pero también hoy la paradoja se acentúa, cuando consideramos la poca relevancia que se le reconoce al ámbito ético. Formar la conciencia, el reconocimiento de la propia humanidad, las virtudes y el orden moral no se encuentra entre las prioridades educativas, al menos en la práctica, en muchas instancias. Lamentablemente, tampoco podemos decir que en todos los niveles se presente con rigor al aprecio por la misma ciencia. Se ha multiplicado una ideología cientificista que repite varios lugares comunes sin confrontarlos con los mismos principios del conocimiento humano y con la realidad, y muchos de nuestros jóvenes entran a la escuela para ser adoctrinados con nuevos dogmas, por cierto muy poco humanos.

En la educación, la ruta interior es larga, requiere mucho acompañamiento y discernimiento, pero ciertamente es la que finalmente mejor compromete al ser humano con la verdad de sí mismo. Es la única que nos librará de automatismos y amaestramientos mediáticos, y respetará a la persona como el misterio que es, como una imagen de Dios.

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