El primer capítulo de Laudato si’ es inquietante. A pesar de que la información de que se dispone sobre la crisis ecológica es amplia y aparentemente bien conocida por todos, el recuento que la encíclica realiza de la misma no puede dejarnos indiferentes. Incluso más allá de los puntos discutidos, los síntomas son demasiado recurrentes para suponer que se está pecando de alarmismo.

El mismo Papa Francisco advierte sobre el peligro de instalarse en la negación. “Como suele suceder en épocas de profundas crisis, que requieren decisiones valientes, tenemos la tentación de pensar que lo que está ocurriendo no es cierto. Si miramos la superficie, más allá de algunos signos visibles de contaminación y de degradación, parece que las cosas no fueran tan graves y que el planeta podría persistir por mucho tiempo en las actuales condiciones. Este comportamiento evasivo nos sirve para seguir con nuestros estilos de vida, de producción y de consumo. Es el modo como el ser humano se las arregla para alimentar todos los vicios autodestructivos: intentando no verlos, luchando para no reconocerlos, postergando las decisiones importantes, actuando como si nada ocurriera” (n. 59).

Los problemas abordados son extensos. La contaminación y la basura en la cultura del descarte (nn. 20-22), el cambio climático (nn. 23-26), la cuestión del agua (nn. 27-31), la pérdida de la biodiversidad (nn. 32-42), el deterioro de la calidad de la vida humana y la degradación social (nn. 43-47). La redacción salta de planteamientos generales a ejemplos muy concretos. Pero ya desde este capítulo descriptivo de la situación, se adelantan juicios éticos que interpelan con fuerza, en el más valiente estilo profético.

Dos son las líneas dominantes de la denuncia. En primer lugar, la primacía de la tecnología y los intereses financieros sobre el ser humano. Con ello se retoma una constante en el magisterio de los últimos pontífices. “La tecnología que, ligada a las finanzas, pretende ser la única solución e los problemas, de hecho suele ser incapaz de ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y por eso a veces resuelve un problema creando otros” (n. 20). Ante esto, “llama la atención la debilidad de la reacción política internacional. El sometimiento de la política ante la tecnología y las finanzas se muestra en el fracaso de las Cumbres mundiales sobre medio ambiente. Hay demasiados intereses particulares y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos” (n. 54).

La segunda vertiente subraya la particular afectación que sufren los más pobres, en todos los rubros analizados. “Quisiera advertir que no suele haber conciencia clara de los problemas que afectan particularmente a los excluidos. Ellos son la mayor parte del planeta, miles de millones de personas. Hoy están presentes en los debates políticos y económicos internacionales, pero frecuentemente parece que sus problemas se plantean como un apéndice, como una cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no se los considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación concreta, quedan frecuentemente en el último lugar. Ello se debe en parte a que muchos profesionales, formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con sus problemas. Viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y de una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Esta falta de contacto físico y de encuentro, a veces favorecida por la desintegración de nuestras ciudades, ayuda a cauterizar la conciencia y a ignorar parte de la realidad en análisis sesgados” (n. 49).

Aunque el Papa no deja de reconocer algunos esfuerzos encaminados a superar la crisis, la impresión conclusiva es que son aún tibios e insuficientes.

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