Que un Estado como Iowa, uno de los más blancos y conservadores, siga siendo la plataforma de despegue para todo aquel que pretenda conquistar la presidencia de Estados Unidos cada cuatro años, dice mucho de la disfunción de un sistema político emboscado por los demonios del racismo, el nativismo y por los atavismos retorcidos de la religión.

Desde que James Carter lo convirtió en 1976 en epicentro de su lucha por la presidencia, el peso de Iowa en todo el proceso electoral se convirtió en poderoso detonante de carreras por la presidencia. En el boleto más seguro para llegar a la oficina oval de la Casa Blanca.

Pero, al mismo tiempo, se convirtió en un lastre indeseable para una nación que hace ya mucho tiempo ha dejado de sintonizar con esa realidad del medio oeste dominada por el hombre blanco y conservador, donde millones siguen en un estado de negación frente al fenómeno del calentamiento global, o ante la necesidad de regular el mercado de las armas para cortar de tajo la epidemia de la violencia.

Que un estado con apenas 3 millones de habitantes lleve la voz cantante, en el arranque de un proceso que incumbe a mas de 300 de personas, se ha convertido en un severo problema de representatividad.

En un estado donde casi el 90% de su población es blanca (sólo el 5.6% es de origen hispano); donde más del 50% de sus habitantes superan los 45 años y donde la inmensa mayoría se declara evangelista, la tarea de extrapolar estas variables para compararlas con el resto de la nación es un ejercicio tan inútil como absurdo.

Por esta misma regla de tres, el suponer que el discurso y la plataforma electoral de todos los candidatos que acuden a los caucus de Iowa, encontrará resonancia en toda la nación es una invitación al sarcasmo.

El problema es que, en el afán de ganar en las primarias de Iowa, tanto demócratas como republicanos aceptan con entusiasmo bailar al ritmo que les dictan los extremistas. Sus peroratas contra los inmigrantes, contra las mujeres y su derecho a decidir sobre su propio cuerpo; o contra quienes insisten en la urgente necesidad de evitar el cataclismo del calentamiento global, los lleva a unos extremos desde donde, más tarde, les resulta muy difícil retornar para apelar al resto de la nación en unas elecciones generales.

Al problema de Iowa, un estado que ha terminado por pulverizar el principio de representatividad en Estados Unidos en el inicio de unas primarias que permiten tanto a demócratas como a republicanos elegir a sus candidatos a la presidencia, se suman las contradicciones de un sistema electoral que necesita de una urgente reforma.

Con más de dos siglos de historia, el método que regula el derecho al sufragio de millones de estadounidenses es uno de los más arcanos y, al mismo tiempo, uno de los más modernos y sofisticados.

Al final de cada proceso, el elegido para ocupar la oficina oval de la Casa Blanca siempre llega a través del voto indirecto de poco más de 100 millones de electores que se reparten a lo largo y ancho de 50 estados.

Por increíble que parezca, el sistema electoral de EU nació en los años en que aún el esclavismo no era abolido. Por tanto, muchos de los esclavos en las fincas no votaban, y delegaban esa responsabilidad sobre el propietario de la finca que era, al mismo tiempo, el dueño de sus vidas y destinos.

Desde un punto de vista filosófico o purista, podría decirse que el sistema electoral de EU, que sigue prodigando el voto indirecto sobre el directo, no le hace honor a la democracia más avanzada del planeta.

“Sin embargo, el sistema es producto de una serie de compromisos forjados en el tiempo, que siguen funcionando a juzgar por el record de nuestra democracia", según consideró el historiador,Thomas Neale, al hacer una defensa a ultranza del sistema electoral.

A pesar de sus defensores, resulta evidente que la vieja práctica de auscultación en Estados Unidos necesita de cambios urgentes para terminar con el agravio comparativo de 49 estados que, cada cuatro años, contemplan desde la impotencia el arranque de unas primarias con el Aquelarre de los extremistas en Iowa.

Una puesta en escena donde personajes de mala entraña como Donald Trump arremeten impunemente contra esas minorías lastimadas y excluidas, aboliendo el principio de la igualdad y decretando el fin de lo políticamente correcto para convertir las primarias de Iowa en un vulgar espectáculo de sátira política indigno de la democracia más avanzada en el planeta.

@jaimeuniversal

 

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