Con mirada de poeta, Mario Benedetti solía decir que “cada suicida sabe muy bien a donde le aprieta la incertidumbre”. El escritor, Mario Vargas Llosa ha considerado, a su vez, que la incertidumbre es como “esa margarita cuyos pétalos no se terminan jamás de deshojar”.

Cuanta razón encierran estas frases. Y cuantas sensaciones se adivinan en el discurrir de ese tiempo que se hace eterno. De ese lento e imaginario descarte de pétalos que nos llevan de la espera, a la impaciencia; de la inquietud a la desesperación. De la ilusión al desvarío.

Del tedio infinito contemplando la nada, al agobio apresurado que nos consume por dentro cuando, al final, nos asomamos al abismo de la locura o de lo desconocido.

La incertidumbre es una compañera de viaje que nos persigue desde la cuna y con la que todos lidiamos continuamente con mayor o menor éxito. Y ello porque, a veces, nos asalta en forma de mala suerte o de mala sombra, como dirían los gitanos.

Pero, también, en forma de grata sorpresa. Como cuando ese viejo sueño, de conquistar a la más guapa de la clase, se te hace realidad. O cuando te sacas la lotería.

La incertidumbre es, pues, una moneda que siempre está en el aire.

Y, desde un punto de vista más teórico o mecanicista, se puede decir que es esa frontera que marca el principio de lo insondable en la física cuántica.

Pero esa es otra historia.

Para la inmensa mayoría, lo ideal, por supuesto, es que nuestro grado de incertidumbre y desesperación se vea compensado por ese estado de satisfacción que produce el resultado deseado

Pero, como todos sabemos, la incertidumbre no siempre es madre de cosas buenas.

También lo es de desgracias, de mala fortuna, de romances frustrados y oportunidades perdidas.

A cuántos de nosotros la incertidumbre nos ha arrojado al fondo del pozo. Como, por ejemplo, con un diagnóstico de salud que nos sume en la desesperación. O con una desilusión amorosa que pone a prueba nuestra razón y nuestro corazón, mientras amarga o deja en suspenso nuestro proyecto de vida.

Una entrevista de trabajo que creíamos exitosa y que, al final, ha quedado en nada.

La debacle en las finanzas de esa empresa que nos da trabajo y el pan para nuestras familias.

Hay incertidumbres que, en cambio, nos arrastran por senderos tormentosos antes de llevarnos hasta ese valle verde y soleado. Con desenlaces mucho más sorprendentes y prometedores de los que habíamos sospechado en nuestra angustiosa espera.

Como, por ejemplo, el resultado exitoso de un examen de oposición del que depende nuestra carrera. O el fin a nueve meses de gestación e incertidumbre que acompañan a toda madre antes y después de ese milagroso acontecimiento que llega con un parto.

Desde que era niño, la incertidumbre siempre ha sido para mí una especie de ave de mal agüero y, al mismo tiempo, una maestra que te enseña con eficacia, pero también, con arrebatos de brutalidad.

En este sentido, creo que, incluso, la incertidumbre podría considerarse como una prima hermana de la oportunidad. Esa puerta de salida hacia un proyecto de vida que surge del fracaso o la decepción que, de forma automática o por default como dirían los técnicos, se transformará en el inicio de otra empresa, quizá más venturosa.

Con el tiempo, y luego de muchos golpes y desengaños, he llegado al convencimiento de que, dado que la incertidumbre nos convierte continuamente en víctimas de nuestros errores de cálculo, de nuestros caprichos o de un simple golpe del destino, la única defensa posible contra ella es la de reducir al máximo el margen de lo imprevisible.

Es decir, no dejar a una fuerza divina, o a la suerte, el resultado de nuestros empeños en el ámbito de lo personal o lo profesional. En pocas palabras, trabajar, trabajar y trabajar.

Dicho eso, hoy en día, la mayoría de los expertos en economía, sociología o meteorología, coinciden en señalar que el grado de incertidumbre parece haber aumentado de forma considerable en los últimos años.

Las recurrentes crisis financieras, el fenómeno del calentamiento global, las guerras o conflictos regionales que empujan la migración de millones de refugiados, la excesiva concentración de la riqueza, la presión demográfica, la falta de credibilidad de la clase política y la creciente presencia de los intereses creados imponiendo el poder de las grandes corporaciones (jubilando el viejo principio democrático que dice que el poder del gobierno tiene que emanar del pueblo y para el pueblo), han aumentado el grado de volatilidad y, por tanto, de lo impredecible.

El no saber lo que nos depara el futuro nos obliga a educarnos continuamente fuera de nuestra zona de confort. A trabajar para fortalecer nuestra resiliencia y, al final, ser capaces de sacar de la barranca a ese buey llamado incertidumbre. Esa realidad que, nos guste o no, nos acompañará hasta el final de nuestros días para demostrar la inutilidad de tratar de adivinar lo que, con certeza, nos depara el futuro; o de intentar detener lo que se nos viene encima.

Google News

Noticias según tus intereses