La semana pasada una fotografía y una serie de videos rompieron amistades, noviazgos, tal vez hasta matrimonios y familias. Si la violencia hubiera tumbado los muros de Facebook y salido a las calles, quizá Gettysburg habría sentido  menos muertos en su piel de tierra y pasto. Salma, Diego, Gael, el Negro, Del Toro, Cuarón y el Chivo posaron juntos en una alfombra roja en el Festival de Cannes. Más tarde se les unió en una fiesta Michel Franco, que aún está por ser apodado cariñosamente por su nación. Embriagados, descamisados y desvergonzados —al menos Del Toro lo parecía—, en la fiesta los mexicannes cantaron con un grupo de mariachis y le dieron a la prensa internacional una imagen de connacionales sin sangre en las manos o en el resto del cuerpo. No han robado dinero del erario ni lo han desmerecido, no nos han avergonzado en octavos o cuartos de final. Son un orgullo estas grandes figuras del cine mexicano, dijeron unos. Otros, sin embargo, necesitaban ser regañados por envidiosos. La foto y el video les provocó sentimientos antimexicanos porque quizá deseaban ser ellos los protagonistas, cobijados por las estrellas de Cannes.

El simplismo que envolvió el tema me alienta a revivir la controversia, sobre todo al estar del lado de los regañados. Mi intención no es declarar un ganador en esta discusión sino simplemente comentar el sentimentalismo con el que responde el país a un par de temas que me parecen serios: la falta de espectadores para el cine de autor mexicano y la conformación de un canon de la cinematografía nacional como los hay en todo el mundo.

Es común que un país se atribuya los éxitos de sus ciudadanos. Los estadounidenses lo hacen cuando triunfan sus atletas y sus soldados porque, después de todo, su entrenamiento, su equipo, su transporte, lo pagaron ellos con sus impuestos. Pero, ¿qué le han pagado los mexicanos a estos artistas? Si vemos las cifras, apenas si les pagamos los boletos. Un ejemplo: El renacido (The Revenant, 2015), de Alejandro González Iñárritu, ha sido la película con mayor recaudación en el primer fin de semana para el director, con 89 millones de pesos vendidos en boletos, pero a pesar de este éxito no se coló siquiera entre las diez más vistas de 2016. Hay que agregar a eso que El renacido no es una película mexicana: fue producida por Estados Unidos, Taiwán y Hong Kong. De hecho, en términos de financiamiento sólo Amores perros (2000) se puede considerar un largometraje totalmente mexicano en la filmografía de González Iñárritu.

En los casos de Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, Cronos (1993), Sólo con tu pareja (1991) e …Y tu mamá también (2000) son sus únicas cintas enteramente mexicanas. Ninguna está entre las diez películas nacionales más taquilleras de la historia. Sería injusto decir que fueron fracasos pero el público mexicano claramente prefiere entretenimientos como ¿Qué culpa tiene el niño? (2016) y Nosotros los nobles (2013). Algo tendrá Karla Souza que los tres amigos no. Entonces, si no financiamos ni vemos tanto las películas de estos directores, ¿cómo es posible que nos adjudiquemos sus triunfos? Porque son mexicanos, dice el razonamiento nacionalista. Ellos comparten nuestra visión y la esparcen por el mundo.

Es inevitable que alguien nacido y crecido en México piense como mexicano. Algo de nuestra comunidad habla siempre a través de nosotros, por individuales que seamos. Sin embargo no comparto la noción de que buena parte de le cine de González Iñárritu, Cuarón y Del Toro sea mexicano. Si nos atenemos a los criterios de la lista de las 100 mejores películas mexicanas que elaboraron en 1994 conocedores como Jorge Ayala Blanco, Carlos Monsiváis, Gabriel Figueroa, Gustavo García, Nelson Carro y Tomás Pérez Turrent, los tres amigos califican sólo con cuatro películas porque las producciones internacionales no pueden ser consideradas. En mi opinión, el financiamiento de una película no define su lugar en una cinematografía nacional; tampoco la procedencia de quienes la realizan, pero sí hay algo en la visión de un cineasta, en su capacidad de abarcar a una sociedad, que demuestra su pertenencia en un canon, en este caso el mexicano. Y añado: una película no refleja lo mexicano sólo porque la haga alguien nacido en México. No tengo idea de cómo justificar la mexicanidad de El laberinto del fauno (2006), una fantasía con monstruos europeos situada en la Guerra Civil Española, o de Niños del hombre (2006), una película anglo-estadounidense sobre el apocalipsis, basada en una novela inglesa. Podemos decir que estos filmes tienen algo mexicano gracias a sus directores pero no podemos decir que sus producciones capturen la experiencia de nacer y morir en México.

En cambio, creo que los españoles Luis Buñuel y Luis Alcoriza hicieron aportaciones valiosas al canon del cine nacional con películas como Los olvidados (1950), que capta las peculiaridades bestiales de la pobreza en la Ciudad de México; La ilusión viaja en tranvía (1954), que representa con humor el habla y las tradiciones de la clase baja mientras nos pasea por el entonces Distrito Federal, o Mecánica nacional (1972), que suma los vicios del carácter mexicano en una caricatura brillante. Ambos directores eran exiliados del franquismo que lograron entender y representar una nación ajena como si fuera suya. La complejidad de su mirada me parece equivalente a la de Cuarón y Del Toro cuando hablan de Inglaterra y de España. No veo por qué no incluir sus obras en cánones ajenos a sus países de origen.

Finalmente, hay otra razón por la que la foto no me produce una felicidad sin igual: creo que nuestra noción del éxito, basada en el triunfo económico en el mercado estadounidense, nos impide ver el inmenso valor de cineastas que producen películas mexicanas sobre temas mexicanos. Fernando Eimbcke, Carlos Reygadas, Amat Escalante, Tatiana Huezo, Julián Hernández, Claudia Sainte-Luce, entre muchos otros, están creando cine exitoso en festivales internacionales que incluyen Cannes, Berlín y Venecia, pero es una obra compleja en sus propuestas estéticas y temáticas que exige más del espectador que sentarse en una butaca. Esto no hace a los mexicannes malos cineastas —no lo son— pero sí de un corte más popular y por lo mismo más entrañable entre el público masivo. Necesitamos crear espectadores que vean y aprecien más películas que las que complacen a Hollywood.

Exigir rigor en lo que significa el cine nacional y en reconocer a quienes lo integran no es producto de la envidia sino del reconocimiento. Existen más cosas y es justo desear que también las admire el público masivo. Por supuesto, el tema es discutible. Mi opinión no es nada más que una entre muchas pero lo que importa es tener un debate, no despreciar las opiniones ajenas sólo porque nos gana la emoción, ya sea de optimismo o de envidia. Una conversación sobre estos temas inevitablemente nos llevaría a plantear soluciones y a definir mejor nuestra cultura, que será nuestra mayor aportación para el futuro.

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