El año pasado se estrenó Yves Saint Laurent (2014), de Jalil Lespert. Al ver Saint Laurent (2014), de Bertrand Bonello, comprendí por qué la primera tuvo un estreno comercial y esta última apareció apenas durante la 59 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional. Mientras la cinta de Lespert es un intento desesperado y convencional por abarcar a Yves Saint Laurent el hombre, quizá más vasto que el ícono, la de Bonello es una imagen caleidoscópica y fragmentaria de ambas figuras; un viaje despiadado con las fronteras de tiempo, espacio y consciencia, que en sus escenas dispersas como las astillas de un espejo roto nos otorga no uno, sino muchos reflejos de Saint Laurent. Reflejos visionarios, todos ellos, pero fugaces y deshilvanados: incoherentes como un loco.

Entre los muchos temas de Saint Laurent, todos indagados raquíticamente, destaca el genio, que quizá dicta el desordenado estilo narrativo. ¿Cómo mostrar el genio en vez de explicarlo o contarlo? Bonello parece responder: en todo su caótico esplendor. Pudiera pensarse que estamos ante un flujo de consciencia como el del moribundo en El espejo (Zerkalo, 1975), de Andréi Tarkovski, pero en su caso el flujo de sus recuerdos tiene el sentido de la asociación mnemónica. En El espejo la memoria, como se le pedía en la antigüedad, habla, y lo hace con una elocuencia oscura pero no invisible. Bonello, por otro lado, nos pone frente a un imaginario despedazado que se reintegra, a veces con orden, a veces sin relación entre las piezas. Saint Laurent no es un rompecabezas ni un retrato del genio: es el genio mismo a la búsqueda de sí en la consciencia de su protagonista, que no narra ni imagina, tampoco recuerda. Más bien, Bonello se introduce en su biografía y escarba en busca de instantes asombrosos. Su edición, que evita presentarnos a los personajes o comprender las situaciones, nos confunde y elude la significación para crear un , a quien Saint Laurent dedicó un vestido. En varias ocasiones esta forma se aparece literalmente. En la escena final de la cinta, Bonello divide la imagen y cita a Mondrian, pero en vez de dedicar cada uno de sus cuadros a un color primario, los dedica a un fetiche dentro de una pasarela: pies, cabezas, torsos.

Bonello, que está poseído por el genio, como Saint Laurent (Gaspard Ulliel), no intenta explorar a su protagonista. En vez de construir un ejercicio de admiración, como lo fue el Saint Laurent de Lespert, Bonello busca ponerse a la par del genio al que Andy Warhol le escribe: “quiero hacer pinturas como tú haces vestidos”. Existe, claro, el respeto e incluso la crítica hacia el diseñador —en una escena, Bonello divide el cuadro y contrasta la violenta historia del mundo con las colecciones de Saint Laurent—, pero lo que me sugieren los recursos técnicos del director es una decisión de afirmarse como un igual de su personaje. En busca de una belleza absoluta, la narrativa fracasa. Ya describí antes sus efectos, pero no pretendo desmerecer su ambición. Quizás un estilo más moderado o más ordenado hubiera dado mayor sentido al flujo de imágenes y hubiera cumplido con el deseo del propio protagonista, que dice querer un cuarto lleno de espejos y difracciones. El valor extraordinario de las composiciones, los colores y el movimiento es un contrapeso significativo que engrandece el filme.

La imagen de un Saint Laurent desnudo, sus músculos resaltados por una luz halagadora, evoca la perfección de la escultura grecorromana. Los rojos intensos en la boutique y la casa del diseñador son más expresivos de su intenso carácter que la primera escena de la película, cuando vemos a sus colaboradores angustiados por complacer el obsesivo genio de su líder. Bonello, como Jean-Luc Godard, se expresa primordialmente en imágenes y en movimientos de cámara. El traslado de una orilla de una pista de baile donde se encuentra Jacques de Bascher (Louis Garrel) a la otra, donde lo mira Saint Laurent, me recuerda un movimiento como de pelota de ping-pong, de un lado a otro de una mesa y de regreso en El desprecio (Le mépris, 1963), de Godard. Las alusiones a la cultura popular también dejan ver la sombra del maestro. En una escena, la modelo Betty Catroux (Aymeline Valade) describe la película Scorpio Rising (1964), de Kenneth Anger, en un diálogo referencial que se asemeja a otra cinta de Godard, Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), donde Ferdinand (Jean-Paul Belmondo) menciona Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray. A la manera de Godard, consciente o inconscientemente, Bonello crea una breve historia de los años 60 con otras alusiones a The Velvet Underground y el misticismo hippie, la guerra en Argelia y la liberación sexual.

A pesar de sus monumentales aciertos, me parece que Saint Laurent es incapaz de sostenerse en la frágil estructura dramática que le construye su director. Bonello no logra crear una experiencia enteramente visionaria debido a la naturaleza fundamentalmente dramática de sus escenas, es decir, el diálogo y la acción determinan los conflictos de su protagonista, sobre todo cuando aparece De Bascher. A partir del amorío de Saint Laurent con él, la narrativa fragmentaria de la primera hora se estanca en imágenes decadentes, moralizadoras, de un Saint Laurent vencido por el placer. Bonello decide concentrarse en el efecto de este nuevo amante en la relación del diseñador con su pareja pública, Pierre Bergé (Jérémie Renier), y el fenómeno masivo repentinamente se reduce a bestia sexual, bestia individual. Si hay algo rescatable en esta sección del filme es la representación y la reacción tan naturales a la homosexualidad, casi prohibida en el “aceptable” filme de Lespert. Bonello es arriesgado, pero en su apuesta por la grandeza pierde mucho, no sin crear uno de esos pasmosos fracasos que, independientemente de sus errores, merecen ser vistos.

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