Nuestra imagen del gangster, inventada en El padrino (The Godfather, 1972), siempre me ha parecido peligrosa. Sentado en una sala con una iluminación menuda y romántica, como la que alumbra a los amantes en cenas íntimas, Vito Corleone acaricia un gato mientras escucha la petición de un hombre desilusionado con “América”. El sueño de una sociedad más justa y más generosa se quebró violentamente una noche cuando su hija fue golpeada por un par de muchachos estadounidenses. En la corte, los dos “bastardos” se rieron del padre humillado. Detrás de la ilusión ha quedado una realidad hostil y una alternativa criminal: pedirle venganza, “justicia” dice él, a don Corleone. Sensato, el jefe de la familia criminal Corleone se niega a matarlos. “Tu hija está viva”, le explica al hombre. Pero serán castigados. A cambio, el don sólo pide una amistad que un día requerirá de un favor; hasta entonces, le dice, “acepta este gesto como un regalo del día de la boda de mi hija”. Esta imagen del criminal como protector de su pueblo no es muy distinta de los mitos que han esparcido sobre sí mismos Pablo Escobar o el Chapo Guzmán. Tras la última fuga del Chapo, la cantante Susana Zabaleta expresó su alegría al respecto. El Chapo, explicó, “sí hace cosas por su pueblo”. Sin embargo, en un reportaje de The Associated Press el pueblo natal de Guzmán, Badiraguato, Sinaloa, es descrito como una localidad pobre. Sus caminos son de tierra y ninguno de los entrevistados entre dos docenas de personas ha recibido un favor del capo.

Cuando el dibujante y cineasta Allen Baron vio por primera vez El padrino no se sintió muy impresionado. En el documental Requiem for a Killer: The Making of Blast of Silence (2007), Baron explica que de joven lo contrataron miembros de la Cosa Nostra para hacer un mural. Cuando se rehusaron a pagarle descubrió que, a pesar del “glamour de El padrino y demás, resultó que eran muy tacaños (…) Buenos muchachos es una mejor representación de cómo eran en realidad los gangsters". El padrino es un sueño. Cuando la ven los mafiosos se sienten identificados porque miran sus aspiraciones, su honorable visión de sí mismos. Sin embargo, cuando la vio Martin Scorsese, que creció con ellos, no sintió ninguna identificación. En A Personal Journey With Martin Scorsese Through American Movies (1995), el maestro explica, con su delicadeza usual, que el filme de Francis Ford Coppola retrata a un gangster que él no conoció: el de clase alta. Los violentos y prepotentes matones que trabajan para ellos están excluidos porque Coppola evadió los aspectos más sórdidos del libro de Mario Puzo. Su decisión le garantizó un éxito. El don Corleone de Marlon Brando es admirable e inolvidable, pero sólo porque es un héroe, no un hombre y menos todavía uno dedicado al crimen.

Malas calles (Mean Streets, 1973) quizá pasó desapercibida un año después del estreno de El padrino porque la intención de Scorsese con este filme no era recrear una fantasía, sino documentar a los gangsters de Elizabeth Street. En esas calles no entraba la policía. Cómo iba a hacerlo si ni siquiera podía entrar Dios. El protagonista de la película, Charlie (Harvey Keitel), intenta obedecer a Cristo mientras asciende en la mafia. Pero su mundo de moral invertida no tolera la piedad. Charlie cae. Entre la crítica, la película fue un éxito, pero el público apenas si la recuerda. Casi 20 años después Scorsese se introduciría de nuevo a la Cosa Nostra en una aventura cinematográfica magistral e icónica, esencial para comprender a la mafia y a la sociedad que primero la nutrió y luego la condenó. No ha sido olvidada. Buenos muchachos (Goodfellas, 1990) cumple 25 años con una vigencia extraordinaria y una influencia todavía perceptible. El propio Scorsese prefirió expandir el estilo de Buenos muchachos en Casino (1995) y El lobo de Wolf Street (The Wolf of Wall Street, 2013) que desafiarlo. Fernando Meirelles, un cineasta menos talentoso, lo imitó con éxito en Ciudad de Dios (Cidade de Deus, 2002). Los Soprano (The Sopranos, 1999), que comparte 27 actores con Buenos muchachos, sería inconcebible sin la película. Para competir con Scorsese, la serie nos presenta un mundo más cruento, más oscuro en sus colores y su sadismo, más vulgar en su lenguaje y en los atuendos de mal gusto, pero cinematográficamente inferior.

Sin embargo, sería un error pensar que Buenos muchachos es un documental. Ni reportero ni cronista, Scorsese es un creador. Su respeto por la realidad es genuino pero delineado por su imaginación visionaria. En la primera secuencia de la película, las luces traseras de un auto son exageradamente intensas; ahogan a los personajes en una luz sangrienta mientras entierran un cadáver. En una interpretación cristiana, el resplandor parecería provenir desde las puertas del infierno, que los esperan abiertas. Resulta esencial considerar la dimensión católica de Scorsese y su cine, tanto como la dimensión cinematográfica. El color rojo también es un homenaje a Michael Powell y Los zapatos rojos (The Red Shoes, 1948). Los cuadros congelados y la narración en primera persona aluden a Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), de François Truffaut. La imagen final de Joe Pesci disparando a la pantalla conjura a Edwin S. Porter y su cortometraje El gran asalto al tren (The Great Train Robbery, 1904). Narrativa de gangsters, parábola cristiana, breve historia del cine, Buenos muchachos existe en distintos niveles de significación que reflejan la consciencia de Scorsese al tanto de su realidad mística, artística e histórica. Reflejan una consciencia poética.

La vida del gangster Henry Hill (Henry Hill) es aprovechada, claro, para relatar la historia extraordinaria de un hombre que nos anuncia desde el comienzo: “Yo siempre quise ser un gangster”. Sus experiencias resultan informativas, entretenidas y perversamente graciosas. Con él entendemos la moralidad de un mundo donde los dos valores más grandes son: “Nunca delates a tus amigos y siempre mantén la boca cerrada”. Pero Scorsese también aprovecha la anécdota para hacer un examen ya cercano a lo etnográfico de las jerarquías, rituales, códigos y lenguaje de la Cosa Nostra. Scorsese explora el mundo de Henry de manera equivalente a como Tolstoy y Balzac se sumergieron en los suyos por medio de la novela: rivalizando con la realidad. El propio Henry nos guía con su voz en off en un rasgo que afirma el genio de Scorsese: Henry nos narra un mundo tan atractivo o repulsivo como él lo iba percibiendo mientras lo descubría. En los restaurantes, los conciertos, las fiestas, las muestras de fuerza, Henry dibuja un mundo glamoroso y Scorsese lo presenta como tal. En una , Henry lleva a su novia Karen (Lorraine Bracco) al interior del club Copacabana por una entrada especial. El largo recorrido expresa la emoción de la exclusividad y el lujo. Más adelante, guiado por Layla, de Derek & The Dominos, vibra con la cruel ironía de una muerte atraída por la felicidad. En vez de disfrutar del dinero del robo del siglo, los cómplices de Jimmy Conway (Robert De Niro) terminan revueltos entre basura y reses congeladas.

Cuando se acerca la caída de Henry, Scorsese adopta un estilo más turbio: cortes fugaces, canciones de rock que se enciman unas sobre otras, imágenes paranoicas de un helicóptero persecutor. La cocaína se apodera de Henry, de su relato y de su nación. Buenos muchachos es también, según Scorsese, una breve narración del colapso del sueño americano. Entre los años 50 y 80, Estados Unidos, la “América” de la que se habla al principio de El padrino, decae lentamente, duramente. De las canciones ingenuas de Bobby Vinton y Tony Bennett al rock resentido de The Who y los Sex Pistols, la música en el filme recopila las sensibilidades sociales en picada. El camino a la destrucción es cínico y suena a la voz desafinada de Sid Vicious. Hacia el final la pandemia de cocaína destruye al cuerpo, pero la epidemia de dólares rompe la mente. Las mejores víctimas de la historia son estos gangsters cuya supuesta honorabilidad se degrada junto con el capitalismo hasta regresar a los orígenes de la sociedad: sin posesiones, sin poder, lo único que le queda al hombre es lo inmaterial, en este caso los recuerdos. “Lo más difícil para mí fue dejar esa vida”, explica Henry, “todavía amo esa vida (…) todo lo que quería estaba a una llamada”. Al final, la tragedia de estos hombres que se creían supremos es ser “un don nadie promedio”.

Al explicar Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956) en A Personal Journey Scorsese resume la causalidad bíblica en una frase que define y describe su cine: “Tú no rompes los Diez Mandamientos; los Diez Mandamientos te rompen a ti”. Los mundos de Buenos muchachos, Casino y El lobo de Wall Street son herederos de la tradición apocalíptica de Sodoma y Gomorra. El exceso desgarra a estas comunidades de ladrones. Sus sociedades, frágiles a pesar de sus códigos y sus secretos, se disuelven como una nave de azúcar en el mar. Buenos muchachos desciende también de la tradición explorada antes en el cine de Jean-Pierre Melville, donde los viejos gangsters lamentan el fin de una utopía criminal que quizá, como la de Henry Hill y sus amigos traicioneros, nunca existió. Ante las ilusiones de El padrino, Buenos muchachos es un antídoto que nos devuelve a la realidad, donde el vicio y la perdición son ineludibles, omnipresentes, implacables, pero a diferencia de los sueños también son remediables y redimibles.

@diazdelavega1

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