No es hasta que uno lee las intenciones de Heimo Zobernig que se empieza a esclarecer su contribución al pabellón austriaco en la Bienal de Venecia. Según el panfleto, la aparente nadería a la que uno se enfrenta no deriva del ocio o la impotencia, sino de un deseo de reflexionar sobre el espacio. Cuando entré hace unas semanas, el pabellón vacío, modificado por un monolito negro en el techo y un piso también negro que cancela los demás niveles, no parecía una declaración tan explícita como para ser entendida por sí misma. Su hermetismo es representación y suma de los pecados que durante el siglo XX y lo que va del XXI han llevado al arte a un panteón inaccesible donde lo mínimo y lo improvisado se confunden con lo significante. “Ceniza lo sentido y el sentido”, escribió Octavio Paz. Su imagen sugiere la mortalidad de la razón, y por ello me parece apropiada para describir la era que construyó Roland Barthes.

Ya Mario Vargas Llosa se quejaba en La civilización del espectáculo de la deconstrucción que pensó Jacques Derrida y que en cierta medida culminó Barthes con La muerte del autor. En este ensayo de 1967, el teórico francés argumentaba que buscar el sentido de una obra literaria según las intenciones de su autor significa una tiranía interpretativa de la cual los lectores deben liberarse. A partir de ese ensayo ha sido más importante decidir el sentido que buscarlo. Quizá la culpa colonial y la independencia de dominios franceses como Argelia e Indochina invitaron a los intelectuales a rebelarse contra lo que estaba a la mano: el lenguaje y la significación, que de repente ya no eran elementos de la comunicación; se habían convertido en armas de la opresión. Considerando que el francés era la lengua oficial de las colonias, la rebelión de los pensadores no carecía de nobleza, pero como suele suceder con las insurgencias culminó en el desastre. Vargas Llosa argumenta que estas ideas contribuyeron, por una parte, a formar una visión más libre del arte narrativo, pero también a destruirlo. Comprender ya no es un esfuerzo de la cognición e incluso del amor —porque comprender es entregarse—, sino de los prejuicios.

El gran crítico esteticista Harold Bloom ha hecho de su carrera un intento por enfrentar este pensamiento; por recuperar al autor como una voz más calificada para entender su propia obra que cualquier herramienta de interpretación ajena a él. Para Bloom, las minorías se han encargado de blandir la deconstrucción como una flecha en su arco justiciero, dirigido al canon occidental por no contener suficientes negros, mujeres, homosexuales y proletarios. Por supuesto, esta omisión es despreciable. Jorge Luis Borges lamentaba la interminable lista de obras maestras que murieron en un cajón un ático o una imaginación antes de siquiera nacer. Muchas de ellas deben haber sido escritas por autores que nunca se decidieron a publicarlas, como casi le sucede a Emily Dickinson, o por los marginados sociales que nunca fueron reconocidos, como el hombre invisible de Ralph Ellison. Sin embargo, la academia ha hecho de los años posteriores a Derrida y Barthes una interminable hora de la venganza cuando la belleza y la revelación se han hecho irrelevantes ante la corrección política. En ese panorama, el artista ha aceptado la invitación a anularse a sí mismo. El minimalismo comenzó como una negación de toda la creación previa a Rothko y Calder, pero se convirtió después de los 60 en un lastre para el diálogo que supone el arte. Al negar su propia voz, el minimalismo nos presenta un silencio ante el cual todas nuestras interpretaciones resultan correctas. Es una imagen del relativismo democrático que domina nuestro tiempo.

Heimo Zobernig fue el único en revestir su pabellón de mudez en esta Bienal de Venecia, pero su excéntrico minimalismo no fue el único presente. El húngaro Szilárd Cseke construyó un entramado de tubos transparentes por donde circulan inmensas pelotas que, según el artista, sugieren “una oportunidad para reinterpretar las identidades personales a un nivel global”. En el piso del pabellón se encuentra un cojín que se infla y desinfla como un grotesco órgano artificial, para sugerir un centro desde donde fluye todo el sistema. La idea, si se lee en el panfleto original, resulta confusa, mientras que la exposición, titulada Identidades sostenibles, es sólo evocadora de la ciencia ficción pero no significativa y mucho menos reveladora. Tanto Zobernig como Cseke prefieren impresionar con el espectáculo, ya sea de la nada o del excéntrico algo, pero dependen enteramente de sus panfletos para comunicar.

Por supuesto, el arte en general contiene un hermetismo que exige conocer ciertas tradiciones para asimilarlo. Los frescos renacentistas no son lo mismo sin haber leído la Biblia ni resulta del todo comprensible el cine de Andrzej Wajda sin conocer la historia polaca de la posguerra, sin embargo la vastedad interpretativa de artistas como Zobernig, Cseke o el infame Damien Hirst proyectan un mundo decidido a callarse y a entregarse no al que lo contempla sino a quien lo compra. El arte moderno es, antes que nada, un mercado. Las obras no valen por su aportación al humanismo: valen por su cotización en una galería o una subasta. El consumismo ha invadido terrenos que nunca debieron rendirse ante él y ha transformado la labor del artista en la del vendedor, cuya principal creación no es la escultura o la pintura, sino la labia.

La montaña de cheetos en el pabellón español y un cortometraje musical sobre la transexualidad (“El error de Lenin es que nunca entendió al proletariado glam”) pueden haberme movido a la risa, como posiblemente lo esperaban los artistas Cabello/Carceller, Francesc Ruiz y Pepo Salazar con su abierto sentido del kitsch, pero su exposición Los sujetos me comunicó la alegría de elegir en un mundo consumista y prejuicioso. Irónicos hasta el punto de la autoparodia, estos artistas superan las creaciones de Zobernig y Cseke gracias a la presencia de Salvador Dalí en su exposición como santo patrono del exceso. Estos artistas, nos guste su obra o no, descienden de él con su sentido de la farsa que confunde y critica. ¿Son serios, esperan que riamos? Nuestra perplejidad ante su provocación es parte de su invención.

Sería fácil pensar que a artistas como Zobernig o Cseke los engendró la obra de Marcel Duchamp, pero fundamentalmente erróneo. El arte de Duchamp era decididamente una tomadura de pelo, es decir, poseía un sentido de la sátira que pretende burlarse de la mala crítica en busca de un significado que no existe. Son los españoles quienes están cerca de esta tradición y quienes se apoyan en el ridículo en vez de caer en él con una seriedad inaccesible y cerrada. El solitario pabellón austriaco y la maqueta húngara no están esperando que los abramos, sino que nos sumerjamos en su visión del mundo sin saber siquiera cómo expresárnosla. Derrida y Barthes parecen estar triunfando: hoy el arte dice algo que se pierde en su forma y comunica nada y todo. La imaginación que cuenta es la de los espectadores.

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