Los resultados del proceso electoral que desembocó en el domingo 7 han suscitado dos lecturas antitéticas. Unos sostienen que son la demostración de que nuestra democracia es madura, prácticamente primermundista, mientras otros aseguran que acabamos de corroborar que México no es un país democrático. Como casi siempre, los extremos se equivocan y la verdad se refugia en algún paraje intermedio. Tenemos democracia; precaria porque nuestra transición democrática está inconclusa, porque es víctima de la crisis global de representatividad, pero tenemos democracia porque tenemos ciudadanía. Es verdad que nuestra sociedad no es homogénea y que hay en ella segmentos vulnerables a la manipulación clientelar y a la compra del voto, pero quienes se llevaron la nota de estas elecciones no fueron los partidos políticos sino los ciudadanos. Y hay que decirlo: contra todos los pronósticos, el INE salió bien librado y el abstencionismo fue mucho menor de lo vaticinado. En medio del tráfago mediático de señalar ganadores y perdedores, yo no tengo la menor duda: perdió la partidocracia y ganó la ciudadanía.

Quizá deba acotar este veredicto personal con una salvedad. Más que Morena, la sorpresa la dio Movimiento Ciudadano. Acertó en el cambio de nombre, en la selección de candidatos y en la idea de privilegiar regiones donde la izquierda no es relevante, particularmente el norte, si bien su figura central fue Enrique Alfaro, quien desde Jalisco se ha convertido en un referente insoslayable de cara al 2018. El lopezobradorismo dio un salto formidable en la capital, pero en el resto del país su cosecha fue menor a lo que se esperaba. Obtuvo el 8% de la votación a nivel nacional, que es notable para una organización recién registrada pero que es más o menos lo mismo que el PRD ganó cuando estrenó su registro en los comicios intermedios de 1991, en los que tuvo que enfrentar más adversidades que Morena. En ambos casos, por cierto, hubo un líder carismático detrás. En fin. Dígase lo que se diga, el PRD sigue siendo el partido de izquierda más grande en México, y tiene la oportunidad de reinventarse y convencer a muchos electores que quieren algo parecido a la socialdemocracia.

Pero la nota, reitero, la dio la ciudadanía. Varios analistas dicen que el domingo antepasado quedó claro que los “aparatos” no ganan elecciones. Esto no es exacto: lo que se evidenció esta vez es que las “estructuras”, que en condiciones normales pesan mucho, no pueden contra una sociedad tan irritada como la mexicana. Creo que la principal lección del 7 de junio es que nunca debe menospreciarse el ánimo social. Las dirigencias partidarias, no me cabe duda, subestimaron el enojo de la gente. El éxito de cuatro candidaturas independientes emblemáticas -Jaime Rodríguez en Nuevo León, Manuel Clouthier en Sinaloa, Alfonso Martínez en Michoacán y Pedro Kumamoto en Jalisco- refleja el consabido repudio a la partidocracia. Que se asiente en actas: habrá consecuencias graves en la próxima elección presidencial para los partidos que no tomen nota de ello. Si es posible extraer un mandato de las urnas de contiendas en 300 distritos, en 9 gubernaturas y en muchas alcaldías y diputaciones locales, a mi juicio no puede ser otro que el de que los partidos políticos se acerquen a la sociedad, se depuren, combatan la corrupción interna y de plano se refunden. Si alguien abrigaba esperanzas de que un candidato emanado de las nomenklaturas partidistas llegara a la Presidencia de la República, haría bien en repensar su estrategia. Muchas cosas pueden pasar, y el famoso aparato del PRI-gobierno se volcará dentro de tres años con mucha mayor fuerza que ahora, pero tengo para mí que será difícil que lo logre.

Va un par de apuntes finales sobre las candidaturas independientes. Varios ciudadanos se las ingeniaron para abrir los candados de la partidocracia a su registro y para ganar y hacer historia. Me congratulo de ello porque esos triunfos representan una bocanada de aire fresco en el enrarecido ambiente partidocrático. Pero ojo: los partidos siguen siendo necesarios en la liza democrática, y poco se va a resolver si no se mejoran y amplían las opciones partidarias. Y por otro lado, la forma en que se respondió al problema de la iniquidad en el financiamiento de campañas -dejar que los independientes la contrarresten con dinero privado- es una salida equivocada. El principio de que los candidatos sólo sean financiados con dinero público tiene dos razones de ser plenamente válidas: evitar que entren recursos del crimen organizado y, sobre todo, impedir que el gran capital tenga una influencia decisiva en la representación popular. La crisis de la representatividad democrática en Europa y aún más en Estados Unidos es producto justamente del poder que los grandes empresarios ejercen sobre los representantes, y dejar que prepondere el financiamiento privado es correr peligrosamente hacia ese precipicio. Pasar de un sistema donde la élite política decide quiénes nos representan a otro en el que sea la élite económica la que escoja a nuestros gobernantes no sería acabar con la servidumbre: sería sólo cambiar de amo. Para que la ciudadanía mande es imperativo abreviar y abaratar las campañas y mantener el principio del financiamiento público. Hay mucha tela de dónde cortar para reducir el costo de nuestra democracia.

La victoria del PRI podría ser pírrica. Y no tanto porque el tercio más grande del electorado sea insuficiente para imponerse en 2018, cuanto porque los ciudadanos apartidistas acaban de irrumpir en 2015 como un actor democrático principalísimo en México, y dudo que el priismo pueda jugar con esa baraja. Pero ya veremos. Por lo pronto, el mensaje a todos los partidos es muy claro: a voltear hacia fuera se ha dicho.

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