Hasta hace dos años, mi madre vivía en un departamento rentado en un edificio de la colonia Condesa que se derrumbó con el temblor. De los escombros rescataron a varios de sus vecinos, entre ellos a la señora de a lado, a la que veíamos todos los días.

El 15 de septiembre mi hija festejó con amigos y sus familias en casa de uno de ellos, quien hoy llora a su pequeña muerta en el derrumbe de la escuela a la que asistía.

El dueño de la tortillería llora a su hermana costurera que murió en el derrumbe de una fábrica textil y mis vecinos lloran a su amigo que rentaba con el sistema Airbnb en un edificio colapsado en Tlalpan.

Estoy hablando de personas que, hace apenas unos días, se levantaban por la mañana para ir a hacer su vida normal en la fábrica, la oficina, el consultorio, el supermercado, la escuela.

Estoy hablando de gente buena, gente de trabajo, de familia, ciudadanos cumplidos, seres humanos honestos, con ganas de vivir y prosperar, con sueños y esperanzas.

Y hoy ya no están. Y quienes los quieren los están llorando. Lloran a su madre, a su hija, a su hermana, a su amigo. El dolor no los deja dormir, no los deja vivir.

Dos colegas del trabajo y una amiga perdieron sus casas. Uno de ellos tenía un perro al que amaba y al que no pudo entrar a rescatar. Sabe que el animal morirá de hambre y sed. A todos ellos, la tristeza no los deja dormir, no los deja vivir. Y como ellos, muchísimos más.

Y en cambio, a pierna suelta duermen los que construyeron esos edificios y esas casas y esas escuelas. Y a pierna suelta duermen los que dieron los permisos para esas construcciones y los que no las supervisaron.

A ellos no solamente no les duele nada, sino que ni siquiera temen el castigo. Porque aquí no hay castigo. Los que construyeron el Paso Exprés en la carretera de Cuernavaca, culpables según todos los dictámenes, están tan campantes y siguen construyendo el Nuevo Aeropuerto.

El país todo, pero especialmente la Ciudad de México, se ha convertido en botín para las empresas constructoras y en fuente de corrupción para las autoridades y burócratas.

Las normas de construcción y de seguridad son un amasijo lleno de contradicciones por el que se cuelan todas las irregularidades y trampas imaginables. Y a la hora de los problemas, las diferentes instancias se echan la bolita unos a otros como está pasando ahora con el Invea y las delegaciones.

Tampoco hay capacitación. Una vez al año se hace un simulacro, en el que participa quien quiere.

El resultado de todo este desorden es siempre el mismo: que en México lloran los que no debían llorar. Lloran los buenos, los cumplidos, los inocentes, los confiados. Cuando no es por un temblor es por una inundación, cuando no es por una carretera mal construida es por un edificio mal construido, cuando no es por el asalto a un camión de pasajeros es por un taxista asesino, cuando no es por la delincuencia organizada es por la burocracia ineficiente.

Es hora de terminar con esto. El jefe de Gobierno debe reunir una comisión de especialistas certificados por instituciones serias, en ingeniería de construcción, de suelo y de materiales, así como en normas de construcción y seguridad, para revisar los expedientes de lo que se vino abajo y hacer públicos y transparentes los dictámenes. Y en caso de que encuentren irregularidades, que efectivamente haya castigos.

Urge de una vez por todas dar una lección pues de otro modo, apenas pasada la emergencia, todo volverá a ser como antes.

Urge también capacitar en serio a los habitantes: que se enseñe qué hacer en casos de emergencia y que en escuelas, edificios, oficinas y fábricas los simulacros sean obligatorios y se lleven a cabo de manera constante, para temblores y otras emergencias.

Ya es hora de que lloren los malos y los corruptos, y no los padres de una pequeña de siete años, a la que criaron con tanto amor y cuidados.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.c om

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