La semana pasada hubo una masacre en una sinagoga de la ciudad de Pittsburg, en Pennsylvania, Estados Unidos. Un loco entró disparando, a la hora de los rezos, y mató a once personas e hirió a seis mientras vociferaba contra los judíos.

En sus redes sociales, los investigadores encontraron la siguiente “explicación” de sus acciones: el sujeto estaba molesto con una ONG judía que ayuda a migrantes y refugiados (de cualquier país, etnia, nacionalidad y religión), y como parte de su trabajo les consigue permisos para entrar a vivir a Estados Unidos. En opinión de este sujeto, los inmigrantes son una lacra y quienes los ayudan deben morir porque “no puedo quedarme sentado y ver como esos invasores asesinan a mi gente. Voy a actuar”.

He aquí el resultado concreto y terrible del discurso que pone en los migrantes, en los que vienen “de otra soberanía” como dice el diccionario de la lengua española, la culpa de todos los problemas habidos y por haber.

En México, hasta hace muy poco, la migración no era un tema. Durante los muchos años en que los centroamericanos han cruzado la frontera sur, de África han salido miles hacia Italia y España y otros miles han huido de Medio Oriente hacia Europa, aquí se ha vivido ese proceso como una noticia que poco nos concierne.

Pero de repente, debido a las caravanas de centroamericanos que han entrado a nuestro país, el tema ha adquirido relevancia.

Ya lo he dicho aquí: México se fundó sobre la idea de “no consentir en nuestro territorio a ningún extranjero.” Según Miguel León Portilla, la grandeza de las culturas prehispánicas se explica “como producto del aislamiento de milenios y de no tener contacto con el exterior” y Cecilia Cortina asegura que “México no es un territorio corrompido por influencias extrañas”.

Pero la conquista y colonización españolas fueron tan brutales, que generaron, como escribió Francisco Bulnes, “ que el odio al extranjero alcanzara proporciones próximas al canibalismo”.

Y sin embargo, en el siglo XX hubo fuertes olas migratorias a las que se recibió bien, aunque también se cerró la puerta por completo a ciertos migrantes: a los chinos por considerarlos “raza ruin y abyecta”, “con lacras físicas y costumbres repugnantes” y se pretendió impedir que los venidos de India y de países árabes se mezclaran con los nacionales porque “producen degeneración en sus descendientes”.

Es decir, ha habido un doble patrón. A veces sí y a veces no. Depende quién y depende cuándo. Como afirma André Taguieff, el rechazo tiene una “gradación”: no es igual un chino que un alemán. Muchos darían la vida por casar a sus hijos con un inglés o canadiense, pero en cambio no podrían soportar que sucediera lo mismo si se trata de un africano. En los años setenta se recibió a quienes venían del sur del continente huyendo de la represión y los golpes de estado, pero a los centroamericanos se les deportó casi en su totalidad.

Frente a la situación que estamos viviendo ahora, hay quien defiende

la migración centroamericana e insiste en que México debe ser país de asilo, algo que es muy alentador sin duda, como lo es la mucha gente que los acompaña y apoya. Pero también hay quienes no quieren que esas personas entren al país, pues los consideran delincuentes y un peligro para nuestra tranquilidad y la preservación (sic) de nuestras costumbres. Es exactamente lo mismo que dice Donald Trump de los mexicanos que migran al otro lado y lo que dice la derecha en Italia, Austria, Hungría, Alemania, Suecia, Francia, sobre los africanos, asiáticos y mediorientales.

Lo grave es que, como estamos viendo, esta retórica no es inocente. Quienes la emplean han conseguido llegar al poder justamente con la bandera de no permitir más migrantes en sus territorios. Y, como vimos en Pittsburgh, las cosas pueden llegar tan lejos hasta el asesinato de muchas personas.

Escritora e investigadora en la
UNAM. sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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