En un discurso reciente, el Presidente Peña Nieto dijo que los mexicanos “tenemos valores que nos unen”.

¿Cuáles son esos valores?

Eso no lo dijo.

Pero hay quienes sí han hablado del asunto. Según algunos estudiosos, eso que nos une sería la admiración por las culturas indígenas, y creer que los modos de vida y las costumbres de los llamados pueblos originarios son mejores y más sabios que los de los occidentalizados. Sin embargo, no todos piensan así y hay para quienes esos modos de vida son retrógradas y hasta dañinos.

Para otros, sería lo que trajeron los españoles: la religión católica y el idioma español, los cuales, como pensaba Lucas Alamán en el siglo XIX, son “la civilización”. Sin embargo, esto que fue un dogma durante mucho tiempo, se tropieza hoy con el hecho de que hay un buen porcentaje de la población que no es católica o que no habla el castellano ni lo considera su lengua y de todos modos es y se considera mexicana.

Hay quienes dicen que nos une una historia común, pero los historiadores han mostrado que eso no es cierto pues la historia no es la misma en todas las zonas del territorio nacional (¿afectaron los pleitos por la silla presidencial que se daban en la capital de la República la vida de las personas comunes en Tamaulipas? ¿Le dicen algo a las gentes de Nayarit y de Coahuila nombres y luchas que significan todo en Querétaro o en Puebla? ¿Fue igual la Revolución en el norte que en el sur del país?) ni para todos los grupos sociales (para un rico de Nuevo León que para un pobre de Tabasco, para un descendiente de esclavos negros en Guerrero que para un campesino de Veracruz, para un minero de Guanajuato que para un ranchero de Jalisco). La concepción unitaria y homogénea del pasado ha sido impuesta por la historia oficial, como lo han sido los símbolos que supuestamente todos veneramos: la bandera, el himno, el águila.

Y, de la misma manera, no existe tampoco una misma idea de futuro, de deseos para los hijos, de sueños para los nietos.

Hace algunos años un amable lector me escribió: “Nos dicen que ser mexicano es ser de Jalisco (yo soy del estado de Campeche), usar traje típico de charro (prefiero un short, una camiseta y unas sandalias, ese es mi traje típico), beber tequila (prefiero la horchata), escuchar música ranchera (me encanta la salsa y los ritmos afrocaribeños), ser descendiente de los aztecas (soy descendiente de chinos, mayas, españoles y negros), bailar El son de la negra (crecí bailando salsa y cumbias), hablar español con el acento de la Ciudad de México (hablo español con acento de la costa), comer mole y comida típica del centro y occidente de México (como comida yucateca y pescados y mariscos). Creo que no encajo en la descripción generalizada de ser mexicano y eso que nací en México y mis padres y abuelos son mexicanos.”

Y es que, en efecto, un indígena de Chenalhó no tiene los mismos valores que un padre de familia religiosa en Guadalajara o que una mujer joven en la Ciudad de México. Y esto es porque, como lo expresó hace un siglo Manuel Gamio y hace medio Leopoldo Zea, los millones de seres que habitan el territorio de México “no pueden abrigar los mismos ideales y aspiraciones ni tender a idénticos fines.” Los valores están conformados por las múltiples pertenencias sociales, culturales, económicas, geográficas, religiosas, étnicas, de género, de posición económica y social que constituyen a las personas.

Esto parecería obvio, pero no lo es, allí donde muchos siguen sin considerarlo, como el presidente Peña Nieto, cuyo discurso suena muy bonito pero no tiene ninguna base en la realidad.

A menos que lo que quiso decir es lo que Octavio Paz caracterizó como universalmente mexicano: la fascinación con la violencia y con la muerte, algo que hoy, tristemente, parecería ser el único valor que muchos comparten.

Escritora e investigadora en la
UNAM. sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.c om

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