He aquí que las esposas han entrado a las campañas. Mujeres a las que los ciudadanos no habíamos visto jamás, están ahora en los medios de comunicación, para convencernos de que sus maridos son hombres de familia.

La idea de mostrar a la familia no es de ellos: es de las agencias estadounidenses de publicidad. Por eso no es casualidad que todos los candidatos, no nada más los que quieren la Presidencia, han decidido que a los ciudadanos nos gusta verlos así: no hablando de proyectos, sino con sus esposas, hijos, padres. En realidad, lo que se pretende es “adecentarlos”, ante nuestros ojos, que atrás quede lo que han hecho o no han hecho y que veamos sólo su lado “bueno”.

Pero la mentira está en la base de esta mirada, pues la realidad es que las personas que están en la política, ven muy poco a sus familias. Como me dijo una esposa, a la que cito en mi libro La suerte de la consorte: “Se acostumbra una a verlos menos de lo que quisiera, desaparecen por días y semanas. ¡Resulta duro aceptar que la política te quita al marido más fácilmente y más para siempre que una querida!”.

Y de repente un día esas familias y esas esposas empiezan a existir porque les son necesarios para la imagen que los publicistas les dicen que deben proyectar. Y allí las tenemos: una señora rodeada de niñitos que no abre la boca, otra muy parlanchina diciéndonos que todo el año debemos ser buenos como prometimos en Navidad, y una más que canta.

Todas ellas aventadas a la luz pública y, en adelante, cada palabra, cada gesto y cada acto suyo serán evaluados y criticados (un paso en falso podría dañar la imagen que él trata de mostrar ante la opinión pública), teniendo que aceptar la pérdida de privacidad porque veinticuatro horas al día estarán vigiladas y acompañadas, su casa estará invadida por sirvientes, choferes, guardias de seguridad, asistentes y secretarias, y por periodistas que quieren penetrar en su intimidad.

Y eso es sólo un primer momento. Luego vendrá otro en que alguna de ellas será primera dama y deberá hacernos creer que está preparada para asumir el reto. Algo que más de una vez hemos comprobado que no es así.

Hace un tiempo publiqué un libro que hace una propuesta contra la violencia en México, a la que califiqué de hereje, porque pone la responsabilidad para detener ese flagelo ya no sólo en el gobierno sino también en las familias, particularmente en las figuras de la madre y esposa. Uno de los argumentos que usé para explicar por qué ellas no quieren hacerlo, es el de que se benefician de la delincuencia.

Pues bien, lo mismo vale para las esposas de los políticos. Ellas se van a beneficiar de que sus maridos tengan el cargo más alto: podrán tener bodas y bautizos magníficos para sus hijos, todos los pianos que les gusten, la escuela primaria que soñaron dirigir, los programas de educación artística o de fomento a las artesanías que se les ocurran, un aeropuerto privado en su rancho, una carretera hasta su casa de fin de semana, toallas carísimas para sus baños, y todo con recursos del erario o con regalos. Y se sentirán importantes por recibir peticiones de quienes buscan obtener de ellas, por el camino del halago, “canonjías, contratos, ayudas”. Y en opinión del escritor Luis Spota, también podrán hacer negocios: compra y venta de bienes raíces, de joyas y obras de arte, concesiones para empresas, inversiones. Y no sólo para ellas, sino para sus parientes y amigos.

Para que nuestro sistema político cambie y produzca los otros cambios que requerimos, no bastan los discursos llenos de promesas de los candidatos. Porque, como dijera Antonio Porchia, prometen que van a ser diferentes y que lo harán mejor, pero ellos no son diferentes, y por eso las cosas no pueden cambiar. Y la actitud de sus esposas es muestra de que así es y que estamos condenados a que todo siga siendo como hasta hoy.


Escritora e investigadora en la
UNAM. sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.c om

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