Los mexicanos esperamos todo del gobierno: queremos que reparta la tierra y regale la casa, fije el precio del maíz y compre las cosechas, subsidie la tortilla, la leche y el transporte colectivo, construya las carreteras, aeropuertos, clínicas y escuelas, lleve la electricidad y el agua, los médicos y las medicinas, los maestros y los libros de texto, asuma las deudas de los grandes consorcios privados y de las empresas paraestatales y rescate desde fundidoras hasta bancos, desde ingenios hasta constructoras, y que todo esto lo haga cobrando pocos impuestos y proporcionando los servicios baratos o mejor aun, gratuitos. Nos gustaría que sea eficiente pero sin cambiar las reglas del juego a que estamos acostumbrados, que fomente el empleo, pero no la inflación, que consiga el crecimiento económico pero también la estabilidad social, que garantice la seguridad y al mismo tiempo los derechos humanos, que respete la democracia participativa, pero también tome decisiones, que mantenga el control pero no se meta con la libertad de expresión ni impida la crítica. Todo eso y más esperamos de él.

Pero al mismo tiempo, no le tenemos la menor confianza de que pueda hacer esas cosas bien, nos enojamos porque promete lo que no cumple y porque inventa cifras y resultados (siempre exitosos). Nos molesta que, según le convenga, minimice o agrande los hechos, que sus funcionarios se sirvan con la cuchara grande de la corrupción y no tengan ningún interés o deseos de servir a los ciudadanos.

Esa doble manera de relacionarnos con lo gubernamental ha significado, por ejemplo, que al mismo tiempo que esperamos que acabe con la delincuencia, criticamos el modo como decide hacerlo y, más todavía, hasta le atribuimos a sus acciones la violencia en que vivimos. Y que lo hagamos responsable de todo: si pasan por nuestro país ilegalmente personas que vienen de Centro y Sudamérica rumbo a Estados Unidos para buscar allá una solución a su pobreza, y en el camino se topan con la delincuencia organizada que se los lleva para trabajar y los asesina cuando así le conviene. O si hay un desastre natural.

O un problema entre grupos sociales. De todo lo responsabilizamos a él.

Esto viene a cuento porque ha pasado un año del fuerte sismo que tantos daños causó en el país. Un año y miles de damnificados siguen sin poder resolver la recontrucción de sus viviendas, porque siguen esperando la ayuda del gobierno.

Igual que la esperamos todos los mexicanos, con y sin empleo, jóvenes y viejos, madres solteras, campesinos, víctimas de cualquier abuso o delito, ricos y pobres.

La pregunta es ¿por qué? ¿Acaso el gobierno es responsable de que maten a los ecuatorianos que pasaron por acá? ¿O de las inundaciones y los sismos? ¿O de que no consigas empleo?

La respuesta es sí y no. Sí, porque no cumplió su función de cuidar a las personas o de aplicar las leyes o de que funcione el drenaje o porque autorizó construcciones que no pudieron resistir el fenómeno natural. No, porque es imposible ocuparse de cada una de las personas y sus necesidades y porque es muy difícil hacer algo contra la fuerza de la naturaleza.

Y sin embargo, el gobierno indemnizó a los familiares de las víctimas sudamericanas de la delincuencia y se encarga de arreglar las calles luego de una inundación y las escuelas, hospitales, iglesias y monumentos dañados por el sismo. Y los damnificados están esperando que les dé dinero para reconstruir sus viviendas, por igual quienes perdieron departamentos de lujo que casas humildes.

Y por eso, a un año de distancia, no se ha logrado todavía resolver este problema, pues no hay forma alguna de que alcancen los recursos.

Una de dos: o cambiamos esta cultura de lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu llamó “caridad de Estado”, o vemos cómo hacer para conseguir dinero suficiente para seguirla conservando.

Pero, ¿de dónde?

Escritora e investigadoraen la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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