Siempre he creído que los más nefastos dictadores, los asesinos y los saqueadores de sus pueblos, tienen un profundo desprecio a sí mismos. No les importan ni el castigo social ni cómo pasarán a la historia. Van a lo inmediato del poder y la riqueza.

En cambio, estoy convencido de que los grandes próceres han sido megalómanos. Que detrás de la austeridad de Juárez, Lincoln y hasta Mújica —el del vochito— hay dosis suficientes de vanidad al grado de buscar la idolatría popular y el juicio generoso de la historia. Van por la trascendencia; por el poder también, pero como sinónimo de grandeza en obras y actos. En síntesis, una gran egolatría.

Por eso y contra los que critican a Andrés Manuel López Obrador por su presunta megalomanía, me gustaría que estuviese en el grupo de los trascendentes. Y es que tiene todo, absolutamente todo para lograrlo: la Presidencia de la República, la mayoría aplastante en el Congreso Federal; el control de 20 legislaturas locales y gobiernos estratégicos como la Ciudad de México y Veracruz.

Pero todavía más: según Mitofsky, inicia con una aceptación altísima para un presidente; su 60% supera con mucho a los 49 y 50 con que iniciaron sus gobiernos Calderón y Peña Nieto; incluso, es superior en siete puntos a los 53 que él mismo obtuvo en julio. Más aún: 63 de cada cien mexicanos está de acuerdo en todo lo que hizo y dijo en campaña y como Presidente Electo; y un 52 % cree que cumplirá todas sus promesas.

La mala es que, según los expertos, cuando se alcanza tal techo de popularidad se generan enormes expectativas en la misma proporción, pero también una gran impaciencia. Así que su masa de simpatizantes espera respuestas que no se darán tan fácilmente en el corto plazo; algo así como 6 meses o a más tardar un año. Y está claro que la mayoría de sus cien compromisos de gobierno requerirán de mucho más tiempo: el rescate de la seguridad, por ejemplo.

En paralelo, AMLO está encarando espinosísimos desafíos. En la estructura del actual gobierno federal existen al menos tres mil cargos significativos cuya toma de decisiones afectan a la población en un grado considerable. Él sabe que en Morena no los tiene; además, la desbandada por su política salarial de sueldos por debajo de los 108 mil que se impuso como presidente, está creciendo en los hechos y en los tribunales. Todo ello, sin duda, dificultará el arranque y el desarrollo de su gobierno que ha pasado de popular a populista, según sus malquerientes.

Aunque hay un asunto que tal vez pudiera ayudar a despejar esa percepción que, a decir de voces autorizadas, ya ha provocado pérdidas por miles de millones de dólares: el aeropuerto de Texcoco. Aunque hay quienes me aseguran que si los señores Romo y Urzúa no lograron convencerlo de continuar la obra, difícilmente dará su brazo a torcer, porque es una decisión ni técnica, ni económica, sino política y una de sus banderas de campaña.

Sin embargo, yo todavía confío en que nuestro nuevo presidente acepte que: renunciar a un aeropuerto de primer mundo por tres aeropuertitos es una insensatez; que la recompra de bonos es un margallate carísimo y un desgaste inútil para su gobierno; que el derribo de las torres será una imagen de fracaso brutal de México en el exterior.

Y lo más importante, que rectificar sería un primer gesto de verdadera grandeza.

Periodista.
ddn_rocha@hotmail.com

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