En días recientes celebramos reconocimientos sustantivos en torno al Día de la Mujer. La historia de este homenaje, establecido el 8 de marzo, es compleja y aleccionadora. Habida cuenta del movimiento sufragista —derivado de la Segunda Revolución Industrial— y de la aparición de la mujer obrera; los partidos políticos, sindicatos y organizaciones internacionales instituyen fechas dedicadas a homenajearlas: todas en el mes de marzo. Reconocimiento simbólico que nunca derivó en una verdadera igualdad entre géneros.

Sostengo que en México —al margen de la historia oficial— la conciencia popular tiene sus propios personajes: la Malintzin, Sor Juana Inés de la Cruz, la princesa Carlota Amalia, Frida Khalo y dos grandes artistas de cine. El calendario cívico identifica este mes con la figura de la Décima Musa, fundadora intelectual de una nueva nación. Por primera vez la Cámara de Diputados otorgó una medalla en su memoria, que correspondió a una mujer excepcional de nuestro tiempo. Estas son las palabras que pronuncié en evento tan relevante:

“El cargo de representación que me habéis otorgado conlleva frecuentemente fatigas y contratiempos, pero en ocasiones privilegios impagables e irrepetibles. Uno de ellos es el que ahora me permite evocar, en el marco de un justo reconocimiento a las mujeres de México, la memoria sin parangón de Sor Juana Inés de la Cruz. Siglos han trascurrido para que entendamos el principio de igualdad sustantiva: la naturaleza humana no confinada por el sexo. En su carta Crisis de un Sermón —dirigida al obispo de Puebla—, la monja lo increpó “aunque yo sólo me hubiese atrevido a responderle, ello fue bastante mortificación para un varón que creyó que no había hombre que se atreviese a responderle. Ver a que se atreve una mujer más allá de los estigmas heredados y de las limitaciones consentidas.

Octavio Paz sostuvo que la Décima Musa “terminó siendo —sin darse cuenta— una feminista porque permitió que hubiese mujeres capaces de enseñar a otras las ciencias terrestres sin el condicionamiento de los hombres y lo hizo sin arrogancia como un don de la naturaleza”. Sor Juana “tenía una justificación para mantener viva la independencia del espíritu y el hambre de libertad en un mundo dominado por celadores que creían haberlas extinguido”. Mayor es todavía mi regocijo al corresponderme entregar este día la presea con la que pretendemos reavivar la estirpe de la musa, y que este empeño coincida con la trayectoria vital de mi hermana en la vida pública de México: Ifigenia Martínez Hernández. Quien al margen del afecto y de la empatía, considero la mujer más destacada del país.

Las cualidades de nuestra amiga también se revelaron pronto y sin que mediara algún esfuerzo excepcional. Formada en una familia nacionalista, igualitaria y aún comunista, al amparo de las instituciones educativas de la Revolución, fue una de las pocas mujeres que cursaron estudios superiores. Fue la primera mexicana graduada en Harvard y se sumó con luz propia a la teoría latinoamericana del desarrollo. Publicó en 1960, La distribución del ingreso en México, obra precursora y vigente. Trabajó a lado de Nicholas Kaldor en el proyecto de reforma fiscal, que después de medio siglo no hemos podido concretar. Primera directora de la Escuela de Economía, defendió en 1968 con coraje inusitado la autonomía de la institución y la vida de los estudiantes. Embajadora Económica de México en las Naciones Unidas condujo las negociaciones con brillantez y elegancia.

Es así que del mérito hizo un deber y jamás aceptó que se le otorgara distinción alguna por el sólo hecho de ser mujer. Recuerdo cuando apenas fundábamos el partido de la izquierda y se negó a disfrutar de posición alguna derivada de su género. Finalmente la soberbia de los tecnócratas precipitó nuestra ruptura con el gobierno y en la creación en 1988 del movimiento político que representa la cuarta transformación del país”.



Presidente de la Cámara de Diputados

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