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A las cuatro de la mañana comenzó a caer una ligera lluvia que no cedió hasta pasado el mediodía, algo raro en el mayo culichi. Son de esas rarezas que a Javier Valdez le gustaba mirar para dotarlas de sentido; Gris, su esposa, coincide con eso: “Le hubiera gustado saber que el día de su funeral estuvo lloviendo en pleno mayo”.

Sus crónicas, entrevistas, conferencias, discursos y conversaciones estaban repletas de este tipo de cosas; “alientos de vida, bocanadas de esperanza”, los llamaba él e insistía en mirarlos al “reportear este infierno”.

No hay que contar sólo a los muertos, decía, hay que contar sus historias, sus sueños, sus vidas, y lo hizo así en su columna Malayerba, del semanario RíoDoce, en los libros Levantones, Los morros del narco, Miss narco, Narcoperiodismo, y en sus crónicas como corresponsal de La Jornada.

Las protestas de periodistas en decenas de ciudades son prueba de que Valdez fue una especie de mentor para sus compañeros; si las viera percibiría en ellas algo que consideraba poético: “Su potencia, su chingonería”.

Pregunta un compañero que cómo lo conocí y si Javier era importante para mí; “fue quien me enroló en este oficio”.

Su féretro se mantuvo abierto en las exequias en una de las casas funerarias de la ciudad. Con una camiseta, en color negro, con la que festejó en abril pasado sus primeros cincuenta años de vida, cuando según él comenzaba la vida. Su sombrero, de filtro color café a su lado de su féretro de madera. Ayer su cuerpo fue cremado.

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