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Seis policías cruzan la avenida Lázaro Cárdenas a paso lento. Uno de ellos sopla sobre sus manos. El vaho se levanta discreto. Avanzan sobre la peatonal Francisco I. Madero. Vienen sonrientes.

Pasan junto a dos señoras que se cubren con jorongos de borrega y bufanda. Apenas pasan de las 5:30 de la mañana y hay más policías que civiles.

Más adelante comienzan a aparecer los encobijados. El primero reposa sobre cartón, envuelto de pies a cabeza. No lejos de él, cuatro personas yacen cubiertas con mantas similares. En total había 17 dormidos.

Los tres o cuatro policías apostados en cada esquina miran con desgano a los pocos caminantes que se dirigen a la plaza circundada con gradas que apenas comienzan a poblarse. También en sábado amanece en el Zócalo.

En el Hemiciclo a Juárez, hacia las ocho de la mañana, tres turistas centroamericanos se toman una foto. Hay pocos automóviles que agentes de tránsito desvían a la calle de López. Algún jornalero pretende llegar a su trabajo. En Madero y 5 de Mayo unas vallas metálicas impiden el paso. Al cruzarlas un policía franquea la entrada, pero advierte: “Apúrense que ya vamos a cerrar”. La calle está vacía.

Los ociosos que suelen demorarse en Madero todavía no aparecen. Sin embargo, mujeres vestidas con playeras con el acrónimo CDMX ofrecen refrigerios de regalo: un sándwich, una naranja, un chocolate y un frutsi.

Las cortinas metálicas de las tiendas permanecen cerradas. En una carpa, en medio de la calle, un par de hombres vestidos como médicos disponen sobre una mesa lo necesario para los primeros auxilios. Frente a ellos se despliegan impresos semejantes a una revista pero que en realidad constituyen la biblioteca de cuentos ilustrados “Con Francisco a mi lado”, uno dedicado a La Sencillez, otro a La Autoestima, otro a La Alegría, otro a La Dignidad y otro a la Solidaridad.

Sin aspavientos, los policías indican a los hombres que deben ir por la derecha. Los cateos se realizan respetuosamente. No pasan cigarros ni encendedores ni cerillos ni vidrios. Todo acaba en una caja de cartón.

Desde ahí pueden verse las gradas en el Zócalo. Se adivinan llenas. Pero todavía hay policías que ordenan dejar en una charola azul llaves, celulares y cinturones, justo como en los aeropuertos, antes de pasar el arco detector de metales. Pasado este filtro de seguridad, los caminantes recogen sus pertenencias de la charolita azul.

La espera. Abajo de las gradas hay una hilera de baños amarillos que no huelen a nada. Uniformados tipo militar, pero en tonos café, negro, azul y blanco, los agentes de la Gendarmería tratan de pasar inadvertidos.

Caminamos hacia el Palacio del Ayuntamiento y descubrimos las gradas casi llenas. Aunque se ven algunos lugares vacíos, un hombre de chaleco rosa nos dice que ya no podemos pasar, que nuestro lugar está en la Plaza del Zócalo, donde hay espacios rectangulares divididos por vallas metálicas. En medio hay un espacio por el que podría circular fácilmente un Papamóvil.

En la geometría de la plaza los feligreses están de pie; miran unas enormes pantallas de televisión instaladas alrededor del asta bandera. No hay viento. Ahí se transmite que el papa Francisco acaba de salir de la Nunciatura Apostólica y empieza su recorrido hacia Palacio Nacional. Las campanas de la Catedral Metropolitana comienzan a sonar acompasadamente. Un hombre con sudadera roja y capucha las hace sonar.

Los feligreses esperan pacientemente, apenas intercambian conversaciones entrecortadas. Una familia tiene una enorme maleta rosa sobre la que se sientan los niños. Una señora vestida con los colores de la bandera mexicana habla por teléfono. Ha salido el sol.

Una niña de tres años porta una camiseta con la leyenda “Bienvenido Papa Francisco, CDMX es tu casa” en la parte de enfrente, y en el reverso: “CDMX, Estuve en la visita del Papa Francisco”. Su papá se esmera en que la pequeña coma su sándwich, su naranja, su chocolate y un frutsi que parece de uva.

Los recién llegados tratan de hacerse de un lugar en la primera fila, pocos traen banderas. En las terrazas, balcones y ventanas de los edificios frente a Palacio Nacional surgen unos cuantos feligreses y acaso curiosos que quieren ver al Pontífice.

“¡Ahí viene, ahí viene!”. La concurrencia mira callada en las pantallas el trayecto del Papamóvil. “Ahí viene, ahí viene”, dice el papá de la niña que ya terminó con el sándwich

Un grito unánime de euforia anuncia la llegada al Zócalo del Pontífice que vino del fin del mundo. Las campanas de catedral dejan de tocar. El presidente Enrique Peña Nieto y su esposa Angélica Rivera lo reciben en la entrada de Palacio Nacional. Se saludan cordialmente, ella luce notablemente entusiasmada. En las pantallas del Zócalo lo vemos todo: la bandera del Vaticano finalmente entró en Palacio Nacional. Los dos jefes de Estado saludan a las respectivas banderas. Suena el Himno Nacional Mexicano, pero nadie lo canta; enseguida sucede lo inverosímil: el himno del Vaticano.

Francisco mira atento, acaso sorprendido del discurso del Presidente: “En el Estado laico debe preservar el respeto a la libertad religiosa.”

Discretamente, los vendedores comienzan a recorrer la plaza. “Banderín de 20, a 20 el banderín. A 10, a 10 la banderita”. “Foto, foto de a 10 pesos”, se les escucha decir mientras sortean a la gente. Pocos compran, los feligreses permanecen callados. El silencio es absoluto cuando comienza a hablar el Pontífice. La euforia se asoma cuando se declara “un hijo que quiere rendirle homenaje a su madre: la Virgen de Guadalupe”. Nueve minutos de atención y pocas expresiones de efusividad.

“¡Viva el Papa!”. El grito que se oye dentro de Palacio Nacional resulta más sonoro que cualquier otra expresión colectiva que se pudo oír en el Zócalo de la capital del país.

Y sacaron los celulares. En las gradas hay un intento por hacer la ola. Fracasa. Se desata un aplauso, sucede cuando el Papa argentino sale de Palacio Nacional. Los feligreses alistan sus telefonitos y empiezan a tomarse autorretratos llamados selfies.

Dos chicas norteñas veinteañeras se peinan, retocan sus labios. Se preguntan si se ven bien. Posan frente al
iPhone sujetado de un brazo metálico. Están a la espera de que el Papamóvil pase a sus espaldas. Están listas. “Ahí viene, ahí viene”, dice el papá de la niña de tres años. La norteñas hacen clic. Tienen su selfie con el Obispo de Roma que ha pasado por esa geometría donde fácilmente circula un Papamóvil.

Muchos pierden de vista su recorrido; están revisando en sus telefonitos si el Papa salió bien en la foto. Unos
sonríen, otros no.

El jerarca católico ya está frente a Miguel Ángel Mancera. El jefe de Gobierno le otorga el pergamino que lo reconoce como huésped distinguido de la Ciudad de México, el primero desde que le cambiaron el nombre. También le da las llaves de la ciudad.

Sólo han transcurrido tres minutos y el Papa va hacia su encuentro con el clero mexicano. Mientras las pantallas transmiten la reunión del Papa con los obispos, la plaza comienza a vaciarse. El sol de mediodía pone a prueba las voluntades. Pocos resisten. El reloj todavía no marca la una de la tarde cuando las pantallas de televisión muestran al Pontífice saliendo de catedral. Pasa una de esas camionetotas blancas con vidrios polarizados. “Ahí viene, ahí viene”, se escucha de nuevo. Pasa otro coche alargado, uno más y luego otro. Todos blancos. Y entre ellos uno pequeñito, un minicooper, también blanco, con la ventana abierta. Ahí va Francisco y su mano estirada.

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