Por: Alba Tobella y Sara Pedrola

Un copete de escasos centímetros, levantado con gel, distinguía a Bernardo Flores Alcaraz de los otros 42 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, con los que desapareció la noche del 26 de septiembre de 2014, en Iguala. Su cabello negro y largo lo reconocía de entre los demás, que iban casi a rape.

A Bernardo lo señalaron como el “chico malo” de Ayotzinapa. Narcotraficantes del grupo Guerreros Unidos declararon ante las autoridades que era un infiltrado de Los Rojos, el cártel enemigo. Cuando los estudiantes fueron secuestrados, sus compañeros acababan de ingresar a la Normal. Dejar la cabeza al rape es el primer rito de un internado con décadas de costumbres y códigos propios.

Él había vivido las novatadas el curso pasado, y para el 26 de septiembre de 2014 ya había recuperado su cabello. Este distintivo le valió la acusación e hizo que las miradas cayeran sobre este joven de cejas pobladas que empezó a convertirse en blanco de rumores.

Fue un chavo apodado El Flaquito quien dijo, arrodillado, con las manos en la nuca y viendo al piso, que era El Cochiloco quien estaba al mando del grupo de estudiantes, según la declaración del narcotraficante Felipe Rodríguez Salgado mostrada por la Procuraduría General de la República (PGR) el pasado 27 de enero.

El apodo de El Cochiloco o Cochi se lo ganó por gordo y por caminar con las puntas de los pies hacia adentro durante una de las tardes en las que mataba las horas con sus “paisas” viendo películas. Ese día, mientras miraban El Infierno, una cinta sobre narcos de Luis Estrada, los chavales empezaron a cuchichear que el protagonista se parecía a él, todavía Bernardo Flores. Aquella tarde de 2013 salió de la sala como El Cochiloco. Todos en Ayotzinapa tienen uno o varios apodos y uno o varios nombres. Casi nunca revelan si son reales o inventados.

EL UNIVERSAL reconstruyó el perfil de Bernardo Flores a partir de entrevistas con su madre, los tres primeros chicos con los que compartió habitación en Ayotzinapa, algunos de sus compañeros de clase en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos y otros conocidos. Los jóvenes lo recuerdan como un “compa” contestatario. El Cochiloco, como muchos de sus compañeros, esconde un alma romántica bajo una coraza ruda. Los mayores lo recuerdan como alguien obediente y familiar. Todos destacan sus ideas políticas, más revolucionarias que las de ellos mismos. Nadie tiene la más mínima duda de que no es narco. “Tenemos mecanismos para expulsar a cualquiera que haga movimientos sospechosos”, asegura uno de los chicos.

La desaparición

Uno de los últimos en verlo ese 26 de septiembre fue su compañero de promoción conocido como El Carrillo. Alto y con lentes oscuros, rehúsa con educación hablar sobre esa noche en cualquier lugar o por teléfono. Sus compañeros dicen que El Carrillo llegó a estar en una de las camionetas con las que agentes de la Policía Municipal se llevaron a los 43 normalistas, pero que lo regresaron porque había recibido tres balazos en el brazo. “No querían heridos”, relata uno de los jóvenes.

La credencial de Bernardo Flores, nacido el 22 de mayo de 1993, cayó sobre un charco de sangre de su “compa”. Allá lo encontraron los agentes que rastrearon la zona en la madrugada del 27 de septiembre, o así se lo dijeron a su familia. Su padre recibió la alarma de una cuñada de Iguala, quien le avisó que un grupo de normalistas andaba en problemas en la ciudad. Se aseguró de que su chico estaba entre el grupo.

“[Su papá] se fue a Iguala porque estaba muy desesperado. Quería encontrarlo y se fue a la búsqueda con otros padres y... pues no. No dieron con ninguna pista”, rememora su madre, María Isabel Alcaraz, también normalista, ella de los años 80, y maestra en San Juan de las Flores, una localidad de Atoyac de Álvarez, en la zona guerrerense de la Costa Grande.

La primera marcha de El Cochi fue justo un año antes de su desaparición. Recién rapado, viajó en autobús a la ciudad de México para conmemorar la matanza de Tlatelolco de 1968. Estaba más emocionado que el resto, dice El Cocho, uno de sus primeros amigos en la Normal y que tenía un mes más de experiencia: “Él apenas llegaba porque fue de los últimos en realizar la inscripción. Entramos en julio, pero él llegó más tarde porque fueron saliendo otros que no aguantaron la semana de prueba y la de guardia. A medida que salen unos, entran otros”.

En Ayotzinapa, los chicos tienden a juntarse con los que vienen de pueblos cercanos al suyo. El Cocho, de 23 años, es de Tierra Caliente, pero compartió batallas con El Cochi desde los tiempos en los que dormían sobre cartones en el piso. “Se dormía escuchando música”, recuerda su amigo: “Prendía el celular, se lo colocaba al lado de la oreja y así se quedaba hasta las seis de la mañana”. No se peleaban, porque todos son iguales, cuenta. Fueron siete meses los que aguantaron en esas condiciones, a cuatro por cuarto, mientras esperaban que llegara febrero para que egresaran los de cursos superiores y les heredaran sus colchones.

Un mes después, en marzo, este chico educado para obedecer ante los adultos fue elegido para representar a los estudiantes en el Comité de Lucha, uno de los cuatro brazos del ejecutivo de la escuela, dirigida por los propios muchachos. Este grupo es el encargado de organizar lo que llaman las “acciones”, que dividen entre radicales y pacíficas. Abarcan desde marchas y tomas de autobuses y casetas, hasta otras formas de protesta. El Cochiloco, que nunca contradecía a su madre ni a su padre, asegura la propia Alcaraz, no se callaba nada ante profesores, compañeros o policías.

“El paisa Cochi era muy participativo. Levantaba la mano y respondía cualquier pregunta”, secunda El Gallo, de 21 años, compañero de clase de Flores y siguiente en la lista de asistencia. “Le costaban las matemáticas, la aritmética y el álgebra, pero siempre armaba debate. Si a él no le parecía lo que decía otro, se levantaba. No se callaba. Él llegaba a sus propias conclusiones, pero siempre escuchaba a los demás. Era muy amigable”, cuenta su compañero. En la escuela, tanto entre los estudiantes como entre los padres, ya casi nadie es constante al hablar en presente de los chicos desaparecidos. El cansancio los arrastra hacia el pretérito, aunque insisten en que siguen buscándolos vivos.

Su puesto en el Comité de Lucha puso a El Cochiloco al mando de Los Pelones de primer año el 26 de febrero. Decidió cambiar la ruta, llamó para avisar que estaban en problemas y enfrentó con piedras a la policía armada.

Sus héroes no son Marx, Lenin ni el Ché Guevara. Él solía hablar de Lucio Cabañas, el maestro revolucionario de su pueblo y antiguo normalista de Ayotzinapa, que no era familiar suyo, como indican algunas versiones, sino de Óscar Ortiz, otro de los 43 desaparecidos. Cabañas vio cómo sus compañeros eran desaparecidos durante la guerra sucia y sobrevivió en 1967 a un ataque de la policía judicial que acabó con varios de sus compañeros en el municipio de Atoyac de Álvarez, el mismo lugar donde Flores creció en las clases donde su madre instruía a los hijos de los campesinos. Desde la adolescencia, Bernardo le llevaba el almuerzo y se quedaba viendo cómo ella daba sus clases.

Sus amigos califican su ideología de “muy socialista”. “Iba a las marchas a gritar consignas y siempre está muy al pendiente de todos sus camaradas, de que no tengan ningún problema”, explica El Barbas. “Al trabajar le echaba muchas ganas, también al correr, aunque estuviera gordito, le echaba ganas. Era un hombre de campo”, retoma quien se nombra a sí mismo como Concha, que lo recuerda jugando al baloncesto. “Le gusta la banda y la música romántica. Le gusta cantar y la guitarra”, intercepta El Cocho. Todos se animan recordando a su compa y, sentados sobre un bidón de lata viejo, se acuerdan de cuando volvió de una de sus estancias de observación en una comunidad.

—A mí me fue mal —recuerdan que comentó El Cochiloco.

—¿Por qué? —le preguntó la profesora cuando regresó.

—Me asustaron. Me tomé una foto y sale un espíritu fantasmal. En toda la semana que estuvimos allá me anduvo persiguiendo.

“Llegó adonde rentábamos y me enseñó la foto. Se veía una mujer con una muñeca en la mano. Le dije que si era Photoshop, pero me dijo que no y lo creí”, relata El Concha. Todos discuten sobre la versión que causó barullo entre su promoción.

“Siempre hablaba de su familia”, recuerda una de las dependientas de la cantina de Ayotzinapa, que allá se conoce como “cooperativa”. Iba a menudo a tomar Coca-cola y se quedaba platicando con ella. Al principio estaba mucho con un primo suyo que completó sus estudios luego de que El Cochiloco ingresara, y hablaba siempre por teléfono: con sus padres, con sus hermanos (uno de 17 y otra de 15 años, a los que cuidaba cuando no estaban los adultos) o con su novia, Nancy, también de 21 años, una normalista oaxaqueña que su madre conoció durante las protestas por la desaparición de los 43 en la misma escuela de Ayotzinapa.

A los chavos de segundo les gusta llamarle Chicoloco y es porque hablan un “idioma propio” que consiste en encriptar las palabras, en cambiar las sílabas de final a principio para que sólo ellos puedan entenderse. “Cosas de los jóvenes…”, sonríe amargamente Alcaraz. Otro de los tantos códigos propios que tienen en la Normal, como el cabello, que ellos también lo llevan largo, aunque ninguno tiene el tupé de Bernardo Flores.

Con información de Valentina Pérez Botero

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