Los habitantes de Barcelona avisan desde hace años que se ahogan por el turismo, hasta el punto de situar en todas las encuestas el exceso de visitantes como su mayor preocupación. Ese cansancio ha explotado, y durante este verano se han identificado varios ataques contra instalaciones turísticas.

Los autores son un pequeño grupo de extrema izquierda independentista llamado Arran. La semana pasada inutilizaron un autobús y bicicletas de uso turístico. En Mallorca irrumpieron en un restaurante con bengalas y lanzando confetis contra los comensales. Esto se suma a las innumerables pintas que en toda la costa mediterránea manchan los muros con mensajes como “Tourists go home” (“turistas, márchense a casa”).

Antes de llegar a este punto de tensión, los vecinos de ciudades como Ibiza han pasado años manifestándose contra la sobrexplotación turística, responsable de que los alquileres sean tan caros que no puedan pagarlos ni los médicos ni los profesores, que prefieren no trabajar allí. La propia alcaldesa de Barcelona, la izquierdista Ada Colau, llegó al poder en 2015 con un programa para limitar el turismo.

Ha congelado las licencias para construir hoteles e intenta restringir los pisos turísticos, igual que Madrid y Valencia. “No queremos que la ciudad se convierta en una tienda de souvenirs”, ha declarado Colau, al tiempo que condenaba los ataques contra infraestructuras turísticas.

El asunto ha derivado a una guerra ideológica entre la izquierda y la derecha, con el presidente Mariano Rajoy pidiendo “cuidar y mimar a los turistas”, motor económico del país. El turismo aporta 11% del PIB y emplea a 2 millones de personas. Este año se esperan 80 millones de visitas (20 millones más que en 2007), resultado de la recuperación de los países emisores de turistas (Reino Unido y Alemania) y la crisis de otros receptores (no sólo Medio Oriente con las primaveras árabes: el terrorismo ha hecho perder a París 8.2% de alojamientos hoteleros).

Más países de Europa viven el turismo como una bendición económica y un drama para sus habitantes. Es el caso de Italia, donde emplea a 11% de la población, pero amenaza con destruir las propias ciudades que atraen a los visitantes.

Su ministro de Cultura, Dario Franceschini, ha propuesto limitar el número de turistas para “proteger” los monumentos, especialmente de Roma y Venecia.

Con 50 mil habitantes, Venecia recibe al año 30 millones de visitas. La Unesco estudia incluir la ciudad en la lista del patrimonio mundial en peligro, y las autoridades han comenzado a restringir el acceso al centro cuando llegan cruceros por los canales. Incluso han abierto una especie de “corredor humanitario” para que los vene cianos puedan moverse en momentos de máxima afluencia.

Otras ciudades intentan limitar los excesos con prohibiciones. Las multas por sentarse, mojar los pies o tirar objetos a las fuentes de Roma son de 240 euros. Milán prohíbe el acceso a algunas zonas con botellas de plástico, latas y palos para tomar selfies. El alcalde de Florencia, Dario Nardella, ordenó esta primavera mojar las escaleras de las iglesias a la hora del almuerzo para que no se sienten en ellas los viajeros. “No son restaurantes, son lugares religiosos y culturales que se deben hon-
rar”, declaró a Il Post.

Ámsterdam, con 17 millones de turistas anuales también se confiesa desbordada y quiere cambiar el tipo de visitante, que llega atraído por la fama de su barrio rojo (el de las prostitutas y los coffeshops de marihuana). La capital holandesa no desea más gente de fiesta por el centro de la ciudad que enturbie el descanso de los vecinos. Por eso ha endurecido las licencias de bares y coffeshops. “No queremos más gente en Ámsterdam”, ha dicho el Ministerio de Turismo, que intenta que los visitantes se repartan por otros barrios y ciudades.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses