Una piedra en el zapato, el “francotirador”. Son algunos de los apodos con que ha sido nombrado el ahora ex director del FBI, James Comey.

Se enfrentó a dos administraciones: la de George W. Bush y la de Barack Obama, antes de ser despedido por el presidente Donald Trump. Convertido en “la” figura real de la campaña electoral estadounidense del año pasado, fustigado por republicanos y demócratas, Comey, de 2.03 metros de estatura, está acostumbrado no sólo a sobresalir y ser el centro de la atención, sino a causar controversias y a resistir ataques.

Hasta ahora, siempre había salido indemne. Pero la investigación sobre la supuesta injerencia de Rusia en los comicios del año pasado, en los que según las agencias de inteligencia Moscú favoreció a Trump, y los nexos del entorno del magnate con el Kremlin, cavaron su tumba.

Nacido el 14 de diciembre de 1960 en Yonkers, Nueva York, este abogado graduado de la Universidad de Chicago comenzó a hacerse de renombre cuando ejerció como fiscal general en la división Richmond del distrito este de Virginia (1996-2001), donde desarrolló el “Proyecto Exilio”, un programa que endureció las medidas contra los criminales y al que se atribuye la disminución de la tasa de asesinatos en el estado.

Pero fue en 2001, cuando impulsó la acusación contra 14 personas por el atentado terrorista en las Torres Khobar (25 de junio de 1996), en Arabia Saudita, en el que murieron 19 estadounidenses, que la Casa Blanca se fijó en él. A partir de ahí, su carrera no dejó de ascender, como tampoco su fama de ser un tipo de decisiones firmes y voluntad férrea que lo llevaron a enfrentarse a más de una figura política y a opacar a otras tantas.

Comey, quien también ocupó el puesto de fiscal general de la región metropolitana de Nueva York, fue nombrado vicefiscal general en el gobierno de George W. Bush. Ejerció el cargo entre 2003 y 2005, lapso en el que fue testigo de cómo Bush endurecía las tácticas de espionaje bajo el llamado código Stellar Wind, que permitió al Buró Federal de Investigaciones (FBI) y a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) espiar miles de llamadas telefónicas, así como emails. La sombra de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 parecía justificarlo todo. Pero no para Comey, quien afirmaba que ese tipo de prácticas violaban la Constitución. Así, convenció a un enfermo fiscal John Ashcroft de no volver a autorizar Stellar Wind —tenía que ser avalado y revisado cada 45 días—. W. Bush enfureció y firmó él mismo la reautorización, en su calidad de comandante en jefe.

El enojo que desató en sus correligionarios republicanos más conservadores pareció sellar su destino y durante algún tiempo, mientras trabajó en la empresa de armamento Lockheed Martin y luego en el fondo de alto riesgo Bridgewater Associates, y dando clases de Derecho en la Universidad de Columbia, se desvaneció de la escena política. Hasta que el presidente demócrata Barack Obama lo rescató y nombró, en 2013, director del FBI.

Y junto con la política, la polémica volvió a su vida. Su momento estrella, y el más escandaloso, ha sido la investigación sobre el uso que, siendo secretaria de Estado, hizo Hillary Clinton de un servidor privado para enviar correos oficiales.

Primero se enemistó con los republicanos —para ese entonces ya se había declarado independiente— al concluir, en julio de 2016, que pese a que Hillary incurrió en negligencia extrema, no había motivo para presentar una acusación en su contra. Trump, entonces candidato, dedicó varias palabras furibundas contra Comey y el FBI.

Pero el verdadero huracán se produjo a fines de octubre, cuando a unos días de las presidenciales de noviembre, Comey anunció su decisión de relanzar el caso de los correos. Entonces los republicanos lo aplaudieron y fueron los demócratas quienes desataron su furia contra él. Fue una decisión “hermosa”, aseguró Trump en el momento, y no dudó en expresar su “respeto” al hecho de que Comey “regresara como lo hizo”.

Llegó el día de las elecciones y Clinton fue derrotada, algo que no ha dudado en atribuir, en gran medida, a la actuación de Comey, su acusador y la piedra en el zapato que no la dejó llegar a la Casa Blanca.

Convertido, involuntariamente, en el nuevo mejor amigo de Trump, vio cómo éste anunciaba que lo mantendría en el cargo y lo alababa una y otra vez, incluso resaltando que el director del FBI era “más famoso” que él.

Poco le duró el gusto a Comey, quien, haciendo honor a su apodo de francotirador a todas las bandas, decidió “disparar” de nuevo y confirmó que, aunado a las pesquisas sobre la injerencia rusa en el proceso electoral estadounidense el FBI estaba investigando los presuntos nexos del equipo de Trump con Rusia, nexos que le costaron la caída al asesor de Seguridad Nacional, Michael Flynn.

Luego disparó de nuevo, al rechazar que hubiera pruebas de que la administración Obama espió las comunicaciones de Trump cuando este era candidato, una tesis que el magnate sigue defendiendo. Los medios creen que desde entonces, el mandatario comenzó a gestar la salida de Comey, que se concretó el martes pasado. No faltan quienes ven en la salida de Comey la prueba de que el mandatario tiene algo que ocultar y el principio del fin de la era Trump. Por lo pronto, la partida de Comey parece ser el desenlace lógico de una carrera política en la que siempre ha sido la piedra en el zapato de alguien.

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