Unos 66 mil refugiados están atrapados en Grecia después de haber llegado a Europa cruzando el Mediterráneo. Son sirios, afganos e iraquíes que desde marzo no pueden salir del país tras el cierre de fronteras decretado por un acuerdo migratorio europeo, el mismo que fijó que Turquía frene las entradas a la Unión Europea. Sin poder continuar el viaje hacia países ricos como Alemania, los refugiados malviven hundidos en la apatía, esperando una solución burocrática. Y Grecia, víctima de una profunda crisis económica, no puede ocuparse de ellos.

La mayoría son ubicados en campamentos gestionados por grandes ONG y la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), como los de Idomeni o Katiskas. Pero muchos han acabado en el centro de Atenas. “Es tristísimo. Viven en squats [ocupaciones] que son hoteles abandonados o escuelas”, explica el voluntario español Roberto Farelo. “Son unos 400 por squat. Están tan desanimados que pasan el día durmiendo porque quieren que la pesadilla termine lo antes posible y los dejen ir a un país en el que haya trabajo. Un día estaba jugando con un niño y su padre me dijo que su otra hija y su mujer habían muerto en un bombardeo en Siria y que sólo querían reunirse en Alemania con sus parientes vivos”.

Farelo, de 39 años, está empleado en el almacén de un laboratorio farmacéutico de Tres Cantos (Madrid). Sus conocimientos de logística lo hicieron perfecto para trabajar como voluntario el pasado verano en un gigantesco almacén de Atenas con ayuda para estos desplazados. Viajó con dos voluntarios más desde España. Invirtió 800 euros y sus vacaciones en el proyecto. La red SOS Refugiados le puso en contacto con la ONG griega que gestiona los recursos, Pampiraiki.

“El almacén está en un antiguo aeropuerto donde se construyeron parte de las instalaciones para los Juegos Olímpicos de 2004”, explica. “Están cerradas desde entonces. En el antiguo pabellón de baloncesto de Ellenikós guardamos miles y miles de cajas con ropa y alimentos que llegan de todo el mundo. Los clasificamos y los repartimos por los squats con una furgoneta que pagamos nosotros. Es un trabajo ingente”, dice. “La convivencia en los squats a veces es difícil, porque son gente de países distintos y en situaciones de mucha presión”, dice Roberto. “Hay miedos, como la amenaza de Amanecer Dorado, la extrema derecha griega. Entraban en nuestras instalaciones y hacían pintadas o volcaban cajas llenas de ayuda”.

Roberto ahora organiza recogidas de alimentos en España con SOS Refugiados y ayuda a los nuevos voluntarios que viajan hasta Atenas. “Cualquier persona puede ayudar. Hay una necesidad tremenda de manos”.

Roberto vio muchas cosas duras en Grecia: dramas familiares, personas a las que los traficantes engañaban con documentación falsa... Pero recuerda que el momento en que peor se sintió fue cuando recogió su pasaporte en el aeropuerto para regresar a casa. “Un rato antes había estado hablando con un sirio cultísimo, y cuando fui a subir al avión me di cuenta de que él no podía hacer lo mismo que yo e intentar buscar una vida mejor. No hay razón por la que no debiera ser yo el que ocupase su lugar. Es tremendamente injusto, y da miedo”, dice.

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