Cuando era niña, iba a misa los domingos con mi madre a la iglesia metodista First united, en el centro de Little rock. Mi padre acudía a la iglesia bautista immanuel. Después de misa, los tres comíamos juntos en un restaurante local. Algunos días, nosotras salíamos antes que mi padre y, antes de la comida, caminábamos desde nuestra iglesia hasta una biblioteca pública cercana, donde yo sacaba un libro o dos (y devolvía los que había tomado prestados la semana anterior). Algunos sábados, mi madre tenía que ir a su oficina en el centro, y de camino parábamos en la biblioteca. Las mejores semanas eran aquellas en que conseguía ir a la biblioteca el sábado y el domingo. ¡Ya sé que parece propio de niña repelente! pero me encantaban (y me siguen encantando) la historia y la novela histórica, y siempre estaba intentando convencer a mi madre para que fuésemos a la biblioteca. Por suerte, casi siempre accedía. Semana tras semana, en la biblioteca siempre veía a la misma pareja leyendo, tomando algo en el comedor de nuestra parroquia o en la calle rondando alrededor de sus bicicletas cargadas de bártulos.

Ella era una mujer blanca mayor, y él un hombre afroamericano. No había muchas parejas interraciales en Arkansas a mediados de los años ochenta, pero lo que más llamaba la atención eran todas las bolsas y mantas que se amontonaban sobre sus bicicletas. Un domingo, cuando caminaba hacia la biblioteca para devolver un libro y tomar otro prestado, vi a la pareja durmiendo acurrucada bajo la marquesina de la biblioteca.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que siempre estaban por allí porque probablemente no tenían ningún otro sitio donde ir, y que recurrían a lugares como nuestra iglesia para conseguir comida, al menos los domingos. Me avergonzó haber tardado tanto en entender que probablemente vivían en la calle, algo que sabía que a mi abuela le habría podido acabar pasando en varias ocasiones cuando era niña. tenía la vaga creencia de que mi abuela había estado a punto de quedarse sin hogar porque le tocó vivir la gran depresión y porque sus padres eran crueles. ahora que lo pienso, creo que entonces yo veía la carencia de vivienda como algo de otra época, algo que sólo había sucedido mucho tiempo atrás. Por desgracia, estaba muy equivocada. Ver que una mujer que tenía aproximadamente la misma edad que mi abuela por aquel entonces dormía en la calle junto a la biblioteca hizo que se me pusiera un nudo en la garganta. También hizo que me diese cuenta de lo afortunada que era al tener un hogar y comida que compartir con mi familia, en lugar del comedor de la parroquia, y al no tener que preocuparme de que algún día pudiese despertarme sin casa y sin comida. Hemos hablado sobre la pobreza extrema en el mundo, pero Estados Unidos y otros países ricos no son inmunes a la pobreza, aunque a primera vista pueda parecer que en ellos es menos grave.

En Estados Unidos no hay millones de personas viviendo en barriadas chabolistas en condiciones insalubres, sin agua corriente ni electricidad. pero sí hay millones de estadounidenses que temen perder sus hogares y quedarse sin un lugar seguro donde criar a sus hijos o vivir sus últimos años. Y son aún más numerosos los millones de estadounidenses que no saben dónde conseguirán su próxima comida. La pobreza en Estados Unidos es tan real como en cualquier otro lugar, y afecta especialmente a los niños.

En un estudio reciente, Estados Unidos ocupaba el trigésimo cuarto lugar de treinta y cinco países desarrollados, o ricos, en porcentaje de niños que viven en condiciones de pobreza. Los efectos de la pobreza, el hambre y la carencia de vivienda sobre los niños no se limitan a su infancia, sino que se dejan sentir también a lo largo de toda su vida. Los niños estadounidenses que crecen en la pobreza tienen más posibilidades de acabar siendo pobres, pasando hambre o viviendo en la calle cuando sean adultos, en parte porque es menos probable que reciban la educación necesaria para encontrar un trabajo bien remunerado más adelante. Los niños que pasan hambre encuentran mayores difi cultades para desarrollarse física, intelectual o mentalmente que quienes no padecen esas penurias, lo que hace que sea más probable que permanezcan en la pobreza o caigan en ella más adelante. Los jóvenes que no ven a sus padres gestionar su dinero activamente, ajustarse a un presupuesto y ahorrar para el futuro —en gran medida porque no disponen de dinero que gestionar, gastar o ahorrar— no aprenden desde pequeños lo importante que es gestionar el dinero a la hora de evitar caer en la pobreza. Cuesta imaginar lo que uno no ve, en particular en su propia familia. Como comentamos en el capítulo anterior, las causas y los efectos de la pobreza en cualquier país, comunidad y familia están relacionados entre sí y son extremadamente complejos.

La magnitud de la pobreza existente en Estados Unidos en un momento determinado depende en parte de cuántos puestos de trabajo de calidad y bien remunerados existen, así como de si hay un número suficiente de personas con la formación y la experiencia adecuadas para ocupar esos puestos de trabajo. Y en parte depende también de si la desigualdad entre los estadounidenses más ricos y los más pobres crece —como sucede en 2015— o disminuye, como ocurrió tras la segunda guerra mundial y hasta la década de los años setenta del pasado siglo. La pobreza de hoy es también en parte consecuencia de la pobreza de ayer, de la del año pasado, e incluso de la de la generación o el siglo anteriores.

En Estados Unidos, como sucede en cualquier otro lugar, es necesario entender la historia del país, de nuestras comunidades y también de nuestras familias para poder entender la pobreza. En general, es más probable que los barrios pobres, tanto en las ciudades como en las zonas rurales, hayan sido pobres históricamente, en parte porque nuestros gobiernos locales o estatales no han tenido los recursos (o, en ocasiones, la voluntad) para construir mejores escuelas, mejores carreteras y otras cosas que atraen más empresas y puestos de trabajo —y más dinero— hacia esas zonas. Los niños que nacen en familias pobres tienen una probabilidad mayor de seguir siendo pobres toda su vida. Esto es así en parte porque es más probable que vivan en barrios pobres. por lo general, los puestos de trabajo que existen en esas zonas están peor remunerados, las escuelas locales suelen ser peores y las tasas de delincuencia normalmente son más elevadas que en los barrios más acomodados.

La historia de racismo y discriminación de nuestro país también nos ayuda a entender por qué los afroamericanos, los indios americanos y los estadounidenses de origen hispano tienen más posibilidades de sufrir la pobreza. durante generaciones, la discriminación racial fue legal, e incluso se fomentó para evitar que las minorías, en particular los afroamericanos, accediesen a ciertas escuelas y puestos de trabajo. Y aun después de que las leyes cambiasen, los prejuicios persistieron en las actitudes y las costumbres. Como consecuencia, a lo largo del tiempo, los afroamericanos, los indios americanos y los estadounidenses de origen hispano han dispuesto de menos escuelas de calidad, menos puestos de trabajo y menos posibilidades de alojamiento de calidad, lo que ha dificultado que pudiesen salir de la pobreza. Lo que se expone en este párrafo y en el anterior son sólo unas pocas explicaciones muy generales de la pobreza en Estados uni dos. La historia también nos enseña que, si las distintas instituciones —gobierno, empresas, escuelas, grupos religiosos, entidades benéficas y familias— trabajan conjuntamente, podemos ayudar a proteger a millones de personas de los peores estragos que la pobreza provoca en Estados Unidos, como el hambre o la carencia de vivienda. Podemos contribuir asimismo a que millones de personas salgan de la pobreza, como sucedió gracias a los trabajos en el sector industrial (en fábricas donde se producían coches, entre otras cosas) después de la segunda guerra mundial, o en el sector tecnológico (para trabajar en cosas como los ordenadores) durante la década de 1990.

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