Desde hace más de una década, cada verano ha visto al Mediterráneo llenarse de embarcaciones precarias, cargadas de migrantes subsaharianos, de Siria, Somalia, Irak y Afganistán. Migrantes económicos o solicitantes de asilo (generalmente ambas cosas) que huyen del hambre y la violencia en sus lugares de origen. Los guardacostas de España e Italia llevan años desbordados rescatando náufragos y sus servicios sociales los encierran en centros de acogida abarrotados, mientras ellos esperan que las autoridades migratorias les otorguen el estatus de refugiado —o los deporten—. Una vez en territorio español, italiano o griego, pueden desplazarse a otros países europeos, gracias a la libertad de movimiento de personas garantizada por la Unión Europea (UE). Así, muchos deciden continuar su periplo hacia Alemania, Reino Unido, Francia o Suecia, donde hay más trabajo y comunidades de compatriotas.

En 2015, la avalancha humana ha sido abrumadora y desbordó al sistema: en lo que va del año, han llegado más personas de las que llegaron en todo 2014. La reciente ocupación por el Estado Islámico (EI) de una parte de Siria e Irak detonó una oleada humana que hoy se agolpa en las puertas orientales de la UE, en Hungría y Grecia.

Estas multitudes exhaustas después de pasar por Turquía, cruzar el mar Egeo y caminar por los Balcanes, se suman a las que llegan al sur de Italia desde la caótica Libia. Su aventura incluye todo tipo de riesgos a manos de los “polleros”, quienes los han dejado a la deriva en el mar o asfixiados en la caja de un tráiler.

La escala de esta tragedia humanitaria, sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial, ha puesto contra la pared a toda Europa, cuyos gobiernos adoptaron, a raíz de sus propias experiencias traumáticas, la obligación legal de acoger a todo aquel que tenga un “miedo fundamentado” de sufrir persecución. Quienes huyen del EI y de otros grupos extremistas tienen razones de sobra para temer por su integridad. Europa, rica y libre, tiene la obligación moral y legal de recibirlos. Pero esta obligación se enfrenta a tres tipos de problemas.

Primero, repartirse la carga entre los miembros de la UE genera fricciones. No todas estas personas se pueden quedar en el país de entrada (Grecia, Italia, Hungría), o irse a vivir a Alemania. La Comisión Europea había propuesto un sistema para repartir a los refugiados entre los 28 Estados miembros de la UE. Varios gobiernos nacionales lo rechazaron, en especial los nuevos miembros de Europa central, cuya experiencia en recibir migrantes es prácticamente nula. El gobierno de Hungría más bien construyó un muro en su frontera con Serbia para frenarlos.

El segundo problema es que Europa no se siente muy próspera últimamente. Tras siete años sumidos en la peor crisis económica desde 1930, gobiernos austeros y contribuyentes están poco dispuestos a gastar para dar techo, empleo y educación a los migrantes.

El tercer problema es quizá el más complejo: la “integración” en las sociedades de acogida. Se trata de poblaciones musulmanas que tendrán que insertarse en sociedades en las que la extrema derecha, xenófoba e islamofóbica, ha florecido con la crisis económica y el terrorismo islamista radical. Desde Amanecer Dorada hasta el Partido de la Libertad, el discurso intolerante gana escaños en los parlamentos nacionales. Peor aún, también avanza en las mentes de los ciudadanos que serán los vecinos, colegas y compañeros de clase de estos nuevos habitantes.

Directora de la División de Estudios Internacionales del CIDE

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