La Habana

La mañana no pudo haber sido más esplendorosa, casi como mandada a hacer: un cielo impoluto y un mar intensamente azul y en paz, aderezados por el calor abrasador del agosto cubano, fueron el escenario natural del momento en que quedaba sellado el pacto.

En la embajada de Estados Unidos de América en Cuba, 54 años después de que fuera arriada, volvía a alzarse la bandera del país del norte. Bajo el cielo y junto al mar, como inmejorables testigos históricos, estuvieron al pie del mástil nuevamente embanderado los tres marines que en enero de 1961, en medio de una atmósfera de tensión, bajaron la enseña de su país y prometieron volver; unos metros más allá, en el inconfundible malecón habanero, brillaban orgullosos tres viejos autos de fabricación norteamericana, salidos de alguna industria de Detroit en la década de 1950, sobrevivientes incombustibles de una historia de amor y odio que inicia ahora un nuevo capítulo.

Setenta años después de que un secretario de Estado estadounidense viajara a Cuba, ha llegado ahora John Kerry para presidir una ceremonia cargada de simbolismo y emotividad que debe haber conmovido a millones de cubanos, de norteamericanos y de ciudadanos de todo el mundo, pues con el acto de izamiento de una bandera se estaba ratificando lo que muchos sabemos y que algunos todavía se niegan a aceptar: que gracias al diálogo y la voluntad de entendimiento los viejos enemigos pueden dejar de serlo y, como pidió el político de Estados Unidos, como había pedido en el mismo podio el poeta Richard Blanco, empezar a ser vecinos no separados, sino unidos por el mar intensamente azul de la Corriente del Golfo, la misma que, desde sus primeros viajes a Cuba, enamorara para siempre a Ernest Hemingway.

Lo que acaba de ocurrir en La Habana ha sido, apenas, el fin de un primer paso en un camino que se vis-
lumbra largo y complicado, como reconocieron los cancilleres de los dos países, el cubano Bruno Rodríguez y el norteamericano John Kerry. Como lo sabemos todos. Pero sin ese paso, como asegura la vieja sentencia china que tanto me gusta repetir, no será posible realizar el resto del periplo, pues el viaje más largo siempre empieza con el primer paso.

El cierre simbólico del proceso de restablecimiento de relaciones entre los dos países vecinos abre expectativas enormes que verán su realización en un futuro impredecible en sus formas de manifestarse —como todos los futuros—, pero alentadoras desde la perspectiva del presente de hoy. Y el reconocimiento por parte del secretario de Estado norteamericano de que el principal reclamo cubano para una normalización de los vínculos pasa en primer término por el levantamiento de los instrumentos del bloqueo comercial y financiero establecido en 1960, constituye un acto de realismo político elemental con el que se ha comprometido, en la medida de sus posibilidades y atribuciones, el presidente Barack Obama.

No obstante, los caminos para avanzar en otros entendimientos posibles parecen estar abiertos: la noticia de que a partir de septiembre comenzarán los encuentros bilaterales entre delegaciones de los dos gobiernos, servirá para que el diálogo mantenga su dinámica hacia nuevas concreciones. Según lo anunciado, entrarán a debate desde temas tan candentes y repetidos, quizás sin conciliación cercana, como el de la concepción de los derechos humanos y civiles, las formas de entender y practicar la democracia y las compensaciones económicas reclamadas por una y otra parte, hasta cuestiones de urgencia como la esperada apertura de vuelos comerciales entre Estados Unidos y Cuba, la siempre problemática migración y el tráfico de personas, o las medidas para aliviar el cambio climático, entre otras muchas que incumben a los dos países.

Alentadora resulta, además, la confianza del secretario de Estado John Kerry de que en los próximos meses tanto se avanzará en el proceso de normalización de relaciones que, sea cual fuere el resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016, no será posible dar marcha atrás a lo logrado. Alentadora, también, la disposición de su país a “construir confianza”, luego de tantos años de ofensas, agresiones, distancias políticas.

Al calor de lo avanzado hasta ahora y a pesar de la existencia de restricciones muy concretas, en lo que va del año la cantidad de visitantes norteamericanos a Cuba ha ascendido en un 35%. Cada paso hacia una normalización de vínculos traerá a la isla más y más viajeros que acercarán cada vez más a los ahora vecinos, antes enemigos. ¿Y tras los diplomáticos y los viajeros qué vendrá? Estamos apenas en el primer día después, pero el mar en calma y el horizonte limpio que recibió el acto simbólico del izamiento de la bandera norteamericana en su embajada habanera auguran otras presencias, otros tiempos, seguramente más apacibles y satisfactorios que los vividos durante 54 años de hostilidad y lejanía.

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