En la intimidad de su herencia epistolar, el salvadoreño Óscar Arnulfo Romero y Galdámez dejó plasmada una frase lapidaria para El Salvador. “Me cuesta aceptar una muerte violenta”, escribió en una pieza considerada como testamento de un hombre que ejerció como arzobispo metropolitano de San Salvador de 1977 a 1980 y que, víctima de la violencia política, fue asesinado hace ya más de 35 años por un escuadrón de la muerte salvadoreño de un balazo al corazón.

Romero será beatificado este sábado en San Salvador en reconocimiento a su martirio, aunque desde su asesinato, el 24 de marzo de 1980, es un santo para millones de salvadoreños y centroamericanos. Más de tres décadas después de su sacrificio a manos de un francotirador paramilitar de las fuerzas ultraderechistas, que le disparó desde las afueras de un templo capitalino mientras oficiaba misa, la realidad de El Salvador sigue manchada por la muerte violenta que a Romero le costaba aceptar.

“Siempre vivió su vida como San Pablo, como si fuera una muerte (entregada) al mundo”, dijo monseñor Jesús Delgado, vicario general de San Salvador y ex secretario del asesinado arzobispo que nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, en el oriente del país.

“Amenazado de muerte desde 1977, pocos días apenas después de haber sido elegido arzobispo de San Salvador, no se inmutó. Desde ese día, monseñor Romero vivió y durmió con su vida y con su muerte”, en un “servicio al prójimo” y amor a Dios, añadió Delgado en una declaración escrita que entregó a EL UNIVERSAL. “Esto hace martirio la vida de monseñor Romero”, indicó, al destacar que “Romero murió como vivió. La muerte fue parte de su vida”.

Y así están hoy los salvadoreños. Sumidos en más de 20 años de incontrolable violencia criminal. Con un saldo de más de 60 mil asesinatos de 1994 a 2014, según cifras todavía incompletas del estatal Instituto de Medicina Legal de El Salvador, y más de mil 800 homicidios en 2015, viven una guerra “no declarada” en tierra volátil: 12% (más de 700 mil personas) de sus 6.3 millones de habitantes sufren subnutrición y más de 45% de la población está atrapada en variados rangos de pobreza.

El conflicto parece prolongar la guerra civil “sí declarada”, de 1980 a 1992, que dejó de 75 mil a 80 mil muertos por la disputa entre las guerrillas izquierdistas y el ejército de la oligarquía derechista y estalló por el profundo descontento popular que ubicó a Romero en posición crucial en momento de ruptura social.

Por defender a los pobres y denunciar a los aparatos estatales y paraestatales por la represión política y las violaciones a los derechos humanos, Romero fue una amenaza para el poder oligárquico y sus fuerzas armadas y hoy es referente de un país hundido en un baño de sangre, por el choque entre mafias del crimen organizado, maras o pandillas juveniles, policías y militares.

El asesinato de Romero agudizó la lucha de clases en el combate ideológico de comunismo versus anticomunismo y precipitó la guerra en 1980, pero la violencia mantiene gérmenes estructurales: pobreza y exclusión social.

Hostia y pan. Romero será beatificado tras un largo calvario en Roma. El trámite empezó en 1996 y quedó paralizado por resistencias en el Vaticano a beatificar a un baluarte de la Teología de la Liberación y de las guerrillas marxistas latinoamericanas de las décadas de 1970 y 1980, con el principio de sí a la hostia… pero con pan. Antes de su muerte, y estremecido por las atrocidades militares, Romero exigió a los soldados salvadoreños: “Cesen la represión”.

El papa Francisco aligeró el proceso y en febrero aprobó el decreto de la Congregación para las Causas de los Santos para la Beatificación, por vía del martirio, de Romero por su asesinato que, según la Santa Sede, ocurrió por “odio a la fe”, en alusión indirecta al constante acoso paramilitar y militar.

Una comisión de la Organización de Naciones Unidas creada al finalizar la guerra estableció que el autor intelectual del crimen fue el líder derechista y paramilitar Roberto D’Aubuisson, mayor de la inteligencia militar que, al morir en 1992, emergió como símbolo anticomunista en esa que todavía es una de las naciones más pobres y violentas de América.

La derechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), fundada por D’Aubuisson y que gobernó el país de 1989 a 2009, alega que ninguna prueba permite culpar a su líder por el asesinato del hombre al que le costaba aceptar “una muerte violenta”.

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