1. En Jacinta, bendita ella, no existe el miedo a la sal. Los espárragos ahumados son un vehículo de esta verdad. Hay doble queso cotija de un año de edad (me voy enterando de que 365 días son el máximo común denominador de añejamiento de estos quesos; gracias, Wikipedia): en un lado del plato, una salsa cremosa, tersa, láctea, salada; en el otro, una lluviecita de copos de queso, sal que se derrite como un verdadero copo al contacto con la lengua y de ésta con el paladar: es una sal olorosa a hongo y a fermento: la mejor de las sales.

2. Hablando de lluvias y hongos. La sopa de hongos de Jacinta contiene hongos trompetilla, pambazo, escobetilla y probablemente algunos otros, y sabe a la lluvia de ayer. No, mejor: sabe a la lluvia que sigue al estallido primero de las nubes que derrumba la sequía de agosto –cuando la tierra entera parece trepidar y tiemblan todas las hojas y todas las cosas, llorando, alzan los brazos–. A eso sabe: a lluvia, a tierra desesperada, a hojas. (Con esa sopa aprendí que el huauzontle es también una esponjita: una masa porosa, ligera y elástica que, mientras nada en el caldo de hongos, lo absorbe; en cuanto llega a la lengua y recibe su presión, lo expulsa. Es como si uno consumiera 1.5 cucharadas de sopa en cada cucharada. Mind: blown.)

3. Hay cuando menos dos moles en la carta de Jacinta. Uno, un pipián (aquí lo escriben *pepián pero a mí, chilango, me cuesta esa dicción); otro, un almendrado. Ambos comparten una base de nogalitud, a nuttiness : una nota boscosa de fruto seco o semilla pero el pipián se inclina a lo salobre, a lo filoso, a lo puntal, mientras que el almendrado se escinde hacia lo dulce, lo redondo, lo romo. Ninguno es mejor que el otro: pidan los dos.

4. Jacinta es un cuerno de la abundancia. Hasta donde he probado, no hay ningún plato que no exceda las expectativas de su propio volumen. La primera vez que estuve ahí –la semana de pruebas, creo– pedimos un plato que se leía, inocentemente, ‘huevos rotos con papitas’; lo que llegó era una montaña de lujo y grasa: el lujo y la grasa que varias yemas le imponían a una cantidad ingente de papas a la francesa (¡sal!). La penúltima vez, el lunes pasado, pedí lo que se leía como ‘bisteces en salsa pasilla’; lo que llegó fue un monte de lujo y proteína: había en la cazuela un cimiento de frijoles de olla, luego una capa geológica de puntas de bistec en pasilla, seguida por otro monte de papas a la francesa (¡sal!). A un lado, otra cazuela: arroz blanco con vegetales. Este era el plato principal de la comida corrida, que incluyó antes una sopa de coditos picante, espinacada, untuosilla, y un aguachile de camarón bravucón, peliagudo, y luego un flan de cajeta.

5. Ah, el flan de cajeta. En Theater of life , un documental que curiosamente no lo deja muy bien parado, el chef Massimo Bottura dice algo así: “Cuando era niño, el mejor plato de todos era un vaso de leche con pan del día anterior medio diluido y una cucharada de azúcar. Es exactamente la misma emoción que los niños por toda América del Sur sienten cuando comen dulce de leche.” No sé si la misma, pero creo que una emoción similar, temblorosa e infantil, sentí la primera vez que probé este flan, que fue la primera vez que fui a Jacinta. He ido otras cuatro: siempre lo repetí.

6. Haría más notas pero ya se me acabó el espacio.

Comedor Jacinta.

Virgilio 40, Polanco. Precios. La penúltima vez que estuve ahí pedí una comida corrida, dos copas de vino, un agua mineral. Pagué 810.75, ya con el 15 de propina.

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