Dicen: las fondas son más caseras que las casas. La urbe avanza y su concreta mancha gris se come lo que toca, lo deglute y va y lo vomita en las orillas; las casas mismas –no el espacio físico casa, que vivirá mientras vivan las personas y por tanto las ciudades, sino el espacio mental casa como la imaginábamos “antes”: papá, mamá y hermanitos sentados a la mesa ante una sopa de municiones, una milanesa con ensalada, una gelatina, apurando la hora de comer para que cada quien regrese a su diurna diligencia– son comidas y evacuadas por la ciudad. Dicen: las fondas existen para que lo casero sobreviva en la ciudad. Y acaso lo que dicen sea cierto, a pesar de la evidente descortesía de la nostalgia, a pesar del grosero conservadurismo del asunto. Pero no todas las fondas son así.

Fonda Mayora, por ejemplo. Es cierto que hay rasgos de ella que tienden al pasado –para no ir más lejos, su nombre mismo– pero su gran estructura o su andamiaje son lo contrario de caseros. Su estructura es eficiente, prevista, ciertamente lujosa. Pensemos en la palabra vanguardia: parte de una fuerza que va delante del cuerpo principal, como una avanzada. Si el cuerpo principal es la casa, la cocina de Fonda Mayora es su vanguardia.

Hay ideas fabulosas en la carta de Fonda Mayora. Una más que todas las otras: unas gomitas que se llegan casi al final de la comida: gomita de canela, de jamaica con romero, de yerbabuena, de muicle con naranja, servidas sobre un montoncito de esas mismas yerbas; son gomitas futuristas que trazan como movimientos en el pequeño plato, como arabescos, como olas, como claves de fa, parece que están a punto de irse o de volver. Yo valgo madres, ya sé, pero, para mí, éste es uno de los platos más inteligentes y avanzados (aunque también remita a algo medicinal: pátina, pero sólo pátina, de conservadurismo) que hay en este momento en la ciudad.

De ahí patrás. Hay platos de un lujo definitivamente no asociado con lo casero, como un sope que tiene en su centro un hueso brutal al que hay que extraerle el tuétano a cucharadas, o un estofado de ubre servido en molcajete, que el mesero termina rallándole una sal que viene en la forma de una piedra envuelta en tompiate, o (la primera vez que fui, pero ya no está en el menú: ojalá regrese algún día) una gallina embriagada con pulque en un caldo sapidísimo, espeso, restaurador. Hay platos que se deslindan de lo casero (de nuevo: la casa es una idea; la casa nos habita a nosotros, no al revés) por virtud de unos cuantos ingredientes: la crema y el queso fresco de rancho o los nopalitos curados que vienen sobre el huarache, o por virtud de su sensación festiva, de ocasión especial, como el relleno de piña y tocino de la chuleta de puerco (orgánico, por si faltaba deslinde de lo linde) en adobo costeño. Si algo de esto te recuerda a casa, eres un maldito hijo del privilegio.

No todas las fondas son nostálgicas o caseras. La próxima semana, una fonda que sí es así.

Fonda Mayora. Campeche 322, Hipódromo; T 6843 0595. Precios. Las últimas dos veces que estuve ahí no pagué. Pero hagamos cuentas: una cazuelita de ubre $110 más una ensalada de nopales $70 más una chuleta en adobo costeño $240 más una garrafa de vino blanco $90 más el quince de propina: $586.50. Muy decente.

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