El conflicto entre EEUU e Irán se ha mantenido escalando en los últimos días y, a pesar de que hasta hace muy poco, la posibilidad de un enfrentamiento armado era distante, se ha activado una espiral cuyas acciones-reacciones podrían peligrosamente salirse de control. Es por ello que autores y centros de análisis, incluso de posturas usualmente duras, están recomendando a la Casa Blanca dar tres pasos para atrás y, antes de ceder ante las fuerzas que empujan hacia una guerra, evaluar con mucho más calma las potenciales repercusiones de entrar en un nuevo conflicto armado cuya salida podría ser, como suele suceder, prolongada e incierta. Vale la pena entonces revisar nuevamente el contexto general para entender en qué marco ocurren los últimos eventos y cuales son los riesgos que se podrían materializar.

El panorama está marcado principalmente por el retiro estadounidense, hace un año, del acuerdo nuclear que, junto con cinco potencias y la UE, Obama había firmado con Irán. Recordemos que, además de considerar a ese como el “peor acuerdo de la historia”, Trump argumentaba que un pacto con Teherán debía incluir no solo el tema nuclear, sino límites a su programa de misiles y su actividad en Medio Oriente como una potencia regional que busca expandir su influencia mediante el apoyo a actores y grupos armados hostiles a los intereses de Washington y sus aliados regionales. Al no conseguir sentar a Irán a renegociar lo pactado con Obama, Trump opta en mayo del 2018 por retirarse del convenio. Sin embargo, esto no lo cancelaba automáticamente, dado que había otras seis partes firmantes. Irán tenía en ese momento la opción de reanudar su actividad nuclear y abandonar el acuerdo, o bien, permitir que las otras partes hicieran cuanto estuviese en sus manos para mantenerlo vivo. Esto implicaba encontrar mecanismos para minimizar el impacto de las sanciones estadounidenses y asegurar que Teherán siguiese obteniendo los beneficios del pacto a cambio de mantenerse cumpliendo con su parte. No obstante, un año después, ha quedado claro que los países firmantes, especialmente los europeos, han sido incapaces de evitar el colapso de la economía iraní. Muy pocas empresas y gobiernos se atreven a desafiar las sanciones de Washington y la mayor parte ha cancelado sus negocios con Irán. Por si fuera poco, EEUU se mantiene aumentando sus medidas de “presión máxima”, lo que ha ocasionado efectos económicos, sociales y políticos devastadores para Irán y para los actores que promovieron el acuerdo, como lo son el presidente Rohani y el ministro exterior, Javad Zarif, quienes en su momento contaron con el aval del líder supremo, el Ayatola Alí Khamenei.

Esto, naturalmente, produce continuas tensiones al interior de Irán ante las que esos actores deben responder. Originalmente, la postura de Rohani era aguantar la presión y esperar que, en 2020, un posible cambio de administración en la Casa Blanca, reviviese el moribundo pacto nuclear. No obstante, esa postura es cada vez más insostenible para el presidente iraní, empezando porque nadie sabe qué pasará en las elecciones estadounidenses. Pero además de eso, varias fuerzas internas, sobre todo aquellas quienes inicialmente se oponían a negociar con Occidente, vienen argumentando desde hace meses que es hora de adoptar una postura mucho más dura que la cara amable que la dupla Rohani-Zarif proyectaba. Ya incluso el propio Ayatola, buscando distanciarse de Rohani, expresó abiertamente sus críticas ante cómo el pacto nuclear ha sido manejado por el presidente y el ministro exterior. Estas presiones llevaron a Rohani a anunciar hace unas semanas, una serie de medidas que si bien, aún no retiran a Irán del acuerdo nuclear, apuntan hacia el posible inicio del fin del pacto, si es que los otros países firmantes son incapaces de modificar las circunstancias en 60 días.

Ese es justo el contexto en el que, en unos pocos días, ocurren los siguientes eventos: (a) El anuncio por parte de Washington de peligros “inminentes” por potenciales ataques de fuerzas afines a Irán y la decisión consecuente de aumentar su presencia naval en el Golfo Pérsico; (b) El sabotaje de varios buques petroleros, incluidos dos saudíes que transportaban petróleo de exportación, en las costas de Emiratos Árabes Unidos; (c) Un ataque con drones por parte de los houthies en contra de instalaciones petroleras saudíes (Los houthies, apoyados por Irán, luchan en Yemen una guerra en contra de actores aliados a Arabia Saudita, y en contra de la intervención militar saudí en ese país); (d) El envío de misiles por parte de los mismos houthies hacia La Meca; (e) Un misil en Irak es lanzado por una de las milicias afines a Irán y cae a menos de 2 km de la embajada estadounidense en ese país; (g) La filtración por parte del NYT sobre un posible plan, ideado por Bolton, el consejero de seguridad nacional de Trump, que incluiría el despliegue de 120 mil efectivos estadounidenses para enfrentar a Irán; (h) El tuit de Trump: “Si Irán quiere pelear, ese será el final oficial de Irán”; (i) Irán dice que no se rendirá aunque sea bombardeado.

Todo esto, repito, solo en el curso de dos semanas. Teherán, por supuesto, niega cualquier responsabilidad en los ataques y sabotajes mencionados. Por otra parte, sabemos que, en principio, Trump no favorece una intervención militar y que, en más de una ocasión, ha girado instrucciones para detener esta escalada. No olvidemos que se trata de un presidente cuya postura es muy firme en contra de luchar conflictos en países lejanos que terminan costando miles de millones de dólares a las arcas estadounidenses y de los que, en su visión, EEUU no obtiene réditos tangibles. Lo último que Trump desea es una guerra prolongada, al estilo de las de Irak o Afganistán, intervenciones que él no ha dejado de criticar desde hace años. Para el magnate, lo ideal sería simplemente mantener aumentando la presión económica y diplomática sobre Irán, y eventualmente orillar a ese país a renegociar los términos del pacto nuclear.

Lo que pasa es que Trump parece no haberse dado cuenta de que sus estrategias de “presión máxima” iban a liberar a toda clase de demonios, tanto en Washington como en Teherán, activando espirales como las que ya estamos viendo materializarse. En casa, Trump tiene que escuchar todos los días a personajes como Bolton o Pompeo y varios más en el Congreso, las agencias de seguridad y el Pentágono, quienes están convencidos de que esa “presión máxima” debe incluir la amenaza militar, aún bajo el riesgo de un enfrentamiento armado (lo que se suma a las voces de enemigos regionales de Irán como Arabia Saudita o Israel, quienes han demostrado tener una elevada influencia sobre este presidente). En Teherán ocurre algo similar. Las posturas negociadoras de Rohani y Zarif han quedado completamente debilitadas. Las Guardias Revolucionarias de Irán (recientemente designadas como Organización Terrorista Extranjera por EEUU) adquieren más fuerza interna y tienen hoy mejores razones para justificar, ante el Ayatola y ante la opinión pública iraní, cualquier paso que decidan tomar.

Por ahora, las medidas tomadas por parte de EEUU, fuera de despliegues navales y muestras de músculo, siguen estando en los terrenos económico y diplomático. Pero si las acciones hostiles por parte de terceros actores financiados, armados y apoyados por Irán en contra de intereses estadounidenses o de sus aliados se siguen repitiendo, o bien, si es que Teherán termina optando por reanudar parcial o totalmente su actividad nuclear a niveles prohibidos por el aún vigente pacto, el potencial de un choque seguirá aumentando. En dado caso, posiblemente Trump favorecería ataques aéreos limitados, al estilo de los que ha llevado a cabo en contra de Assad en Siria. Sin embargo, primero, hay que entender que Irán cuenta con todo un abanico de estrategias de combate asimétrico que puede activar no solo en contra de EEUU sino en contra de varios de sus aliados, incluidos los países del Golfo o Israel. Esto abarca desde implicar en las hostilidades a la milicia libanesa de Hezbollah, a la Jihad Islámica en Gaza, a las milicias chiítas en Siria o en Irak, o a los houthies en la Península Arábiga, hasta provocar disrupciones importantes en el abasto petrolero, ocasionando afectaciones considerables a la economía global. Y segundo, será necesario considerar las reacciones de China y especialmente Rusia, quienes en estos momentos están buscando medios para librar sus propios enfrentamientos contra Washington. Este tipo de situaciones no pueden ser hoy ya leídas sin incorporar esta serie de variables globales. Si sumamos todos esos factores, parece entendible el por qué hoy tantas voces, de todas las posiciones, están recomendando a la Casa Blanca desactivar la espiral.

Twitter: @maurimm

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