No hay procesos de cambio de envergadura histórica que hayan carecido de acompañamiento intelectual. No me refiero a la propaganda producida desde el poder sino a la reflexión que se desata, inevitablemente, cuando el telón de la historia cae sobre una etapa y se abre a otra. Me refiero a la construcción de las ideas que producen horizontes capaces de trascender las batallas inmediatas. Sin acompañamiento intelectual puede haber ruptura, pero no transformación.

Me preocupa que los debates que se han sucedido hasta ahora en México no hayan logrado superar la crítica o la defensa del pasado. Lo que tenemos es el predominio de la polarización entre quienes creen que todas las decisiones tomadas por el nuevo gobierno de México son o serán correctas por la bondad de sus propósitos y quienes afirman, en cambio, que todas son un desacierto o una trampa de la nueva mafia del poder para eternizarse en los controles del Estado. No hay mucho más, ni tampoco parece otear la más mínima intención de superar los discursos de confrontación, descalificación y negación. Como si no estuviéramos hablando del Estado sino de una religión, el país se fractura entre dos credos.

Sin embargo, los problemas que afrontamos son enormes y ninguno de ellos se resolverá en una guerra civil propiciada por el choque entre ideologías opuestas.  Los criminales que han hecho suya una buena parte del territorio y de los poderes nacionales deben estar celebrando este ambiente absurdo de descalificaciones, que no hace sino favorecerlos. Lo mismo pasa con las amenazas del gobierno de los Estados Unidos: mientras Donald Trump pone ultimátums, los mexicanos nos desgarramos en la pugna por el protagonismo de los lideres políticos, que van aumentando su agosto mientras más difícil se pone la salida del conflicto.  Y desde luego, a todos nos preocupa la capacidad menguada de nuestra economía para resistir, a un tiempo, el cambio de sexenio, las novedades cotidianas de la política creada a golpe de declaraciones y las violentas ocurrencias del vecino.

México necesita una reflexión intelectual de fondo, capaz de contradecir, de un lado, la polarización forzada desde la presidencia y, de otro, la obstinada negación de la mudanza. Necesitamos imaginar lo que vendrá después de este sexenio. Asumir que las cosas ya no volverán atrás porque el sistema de partidos que tuvimos se agotó, porque el régimen que forjó la transición ha dejado de responder a los problemas nuevos,  porque la relación entre el Estado y el mercado ya no se sostiene en los supuestos que le dieron vida durante décadas, porque la administración pública del país está quebrada y porque la amenaza de los grupos de poder que apuestan por la derrota definitiva del país no es trivial. Lo que teníamos ya no existe y aún estamos lejos de saber qué habrá para sustituirlo.

Lo que ha propuesto AMLO es la destrucción de ese pasado abusivo y excluyente cuya denuncia sistemática le llevó al poder.  Pero demoler y construir son dos verbos diferentes. No es lo mismo repartir dinero que garantizar derechos, como tampoco es lo mismo cancelar las causas de la corrupción, que cortar las fuentes de donde se alimenta. En ambos casos, la diferencia no sólo estriba en la calidad de la administración pública que, a estas alturas, empieza a convertirse en el Talón de Aquiles del gobierno de López Obrador, sino que revela la ausencia de esa reflexión capaz de proponer cómo será el resto del siglo XXI mexicano.

A mí no me preocupa la orientación política del gobierno federal, sino el riesgo de que las obsesiones que persiguen al jefe del Estado acaben boicoteándolo. Pero que eso no llegue a suceder no depende solamente del presidente López Obrador sino de nuestra capacidad colectiva para repensar a México. Para volverlo a imaginar desde la realidad que nos agobia y desde el compromiso que nos mueve. A patadas, no vamos a ninguna parte.  

Investigador del CIDE

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses