La Auditoría Superior de la Federación (ASF) ha sido una de las piezas maestras de la gestión pública en México y, a partir de la puesta en marcha del Sistema Nacional Anticorrupción, habrá de cumplir un papel mucho más relevante en la reforma del gobierno, en el combate a las causas que generan la corrupción y en la salvaguarda del mandato democrático del país. Es una de las instituciones que simplemente no deben abandonarse ni descuidarse, porque de su eficacia, su honestidad y su autonomía depende, en buena medida, la calidad de la administración pública mexicana.

Se equivocan mucho quienes suponen que los procesos de fiscalización consisten solamente en el cotejo de papeles y cuentas; se equivocan más, quienes asumen que la ASF es un coto exclusivo de contadores que emiten observaciones técnicas, en función de procedimientos herméticos. Garantizar la mejor rendición de cuentas es, en realidad, una tarea estratégica de administración pública mucho más desafiante: es un proceso de evaluación y comparación crítica e informada entre los mandatos que reciben las oficinas pagadas con el erario público y los resultados que entregan a la sociedad. Y es, en consecuencia, un espacio privilegiado para exigir que ese mandato se cumpla.

Formalmente, la ASF es el gozne entre las decisiones tomadas por la representación política y la implementación práctica de esas decisiones. En este sentido, no se limita a revisar rutinas administrativas sino el cumplimiento de políticas públicas; no sólo se ciñe a comprobar si el dinero utilizado siguió las normas y los procedimientos adecuados, sino que además debe revisar si se están empleando con la mayor eficacia, eficiencia y economía, además de sujetarse a la ética y la transparencia; y no sólo emite observaciones o recomendaciones parciales sobre los hallazgos que encuentra, sino que está obligada a inyectar inteligencia institucional a los procesos en los que se reproducen prácticas negligentes, abusivas, oscuras o ilegales. La ASF tiene que convertirse en el pivote de las reformas que reclama nuestra muy descompuesta administración pública.

De otra parte, es una de las columnas del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción. En el diseño original de ese sistema, el control interno y la vigilancia externa de las decisiones y los procesos administrativos fueron pensados como las dos avenidas principales para poner orden en la gestión cotidiana de los asuntos públicos y para detectar, en su caso, desviaciones y malas artes. En muchas ocasiones he escrito —en estas mismas páginas— que combatir la corrupción no equivale solamente a meter a la cárcel a los corruptos, ni mucho menos a cobrar venganzas políticas, sino a modificar las condiciones que hicieron posible la corrupción. Y en esa lógica, la ASF es la institución clave para ir limpiando las cañerías administrativas de todo el país.

Finalmente, la ASF encabeza el Sistema Nacional de Fiscalización y tiene atribuciones directas para vigilar el buen uso de los recursos públicos federales que emplean las entidades federativas y los municipios de México. Su capacidad de supervisión, vigilancia e intervención abarca todos los niveles de gobierno y todos los ámbitos donde se utilizan los dineros que nos pertenecen a todos. Y de aquí, también, el enorme compromiso que tiene en su relación con los nuevos medios de participación ciudadana que se han venido creando. Puesta en el centro de la gestión pública y del combate a la corrupción, la ASF está obligada a ser una institución impecable y a construir —de hacer bien su labor— la confianza ciudadana indispensable.

No permitamos que la designación de su nuevo titular sea capturada por intereses ajenos a la República. Por eso me inscribí como candidato a ese cargo: porque creo en la relevancia de la ASF para consolidar la democracia de México.

Investigador del CIDE

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