Las propuestas que han venido eslabonando los principales candidatos a la presidencia para combatir la corrupción cortan la respiración. No parece que los proyectos que dicen defender se deriven del calor de la contienda: están hablando en serio y todo indica que ninguno está dispuesto a consolidar las instituciones que se han venido construyendo para atacar las causas originales de ese cáncer que nos está matando.

El Sistema Nacional Anticorrupción no tiene aliados. Si ganara AMLO, ese sistema se vendría abajo de inmediato, porque el presidente preferiría apostar por el nombramiento de allegados en los puestos clave. Lo ha dicho hasta el cansancio: desde su punto de vista, no son las instituciones, obligadas a garantizar el cumplimiento de la ley, ni los mejores métodos de gestión pública los que salvarán a México de la deshonestidad, sino un puñado de personas cercanas a su confianza, porque “las escaleras se barren de arriba para abajo”. Si el presidente es honesto, afirma, todos los demás serán honestos. Y de paso, ha subrayado una y otra vez que desconfía de la vigilancia de la sociedad civil organizada, sin matices, como si todos cupieran en el mismo saco.

El candidato puntero ha dicho que atacar la corrupción será su prioridad. Pero esa prioridad se atenderá desde Los Pinos y con una red de nombramientos emanados directamente desde su oficina, comenzando con las ternas propuestas para las fiscalías acéfalas. Si las cosas le salieran mal, dice, estaría dispuesto a someterse a la revocación del mandato cada dos años. Pero si alguno de sus colaboradores se corrompe, no habría sistemas para corregir las fallas, sino nuevos nombramientos. En su lenguaje no caben los pesos y los contrapesos, sino los consensos; no cabe la inteligencia institucional, sino su ejemplo; no caben los procedimientos de investigación autónomos, sino la rectoría de presidencia; no caben la transparencia ni la rendición de cuentas, sino los plebiscitos populares. Desde su mirador, la corrupción habrá de combatirse supliendo a una clase política por otra. Y la nueva será honesta, porque será nombrada por el presidente honesto.

Las propuestas que ha venido pergeñando Ricardo Anaya no son menos preocupantes. Pese a que el candidato presidencial del Frente fue testigo y actor del proceso que llevó a crear el Sistema Nacional Anticorrupción, en vez de formular un compromiso inequívoco con la consolidación, la autonomía y la apertura pública de ese sistema, hoy está apostando por los extranjeros. Le gusta el modelo que ha seguido Guatemala y ha comenzado a hablar de la hechura de una “Comisión de la Verdad” formada por personas de otros países. Hacer estudios comparados no es lo mismo que entregarse a otros, y mucho menos después de ver cómo esas experiencias han fracturado a los países que las han vivido. No obstante, el candidato Anaya se ha dejado convencer por la poderosa idea de pedir prestada a Washington una comisión purísima para pescar peces gordos mexicanos. Ese discurso seduce porque toca las fibras del agravio y la venganza, pero mina las instituciones nacionales, compromete la soberanía y deja intactas las causas de la corrupción. Lo que AMLO quiere hacer por dentro Anaya lo quiere traer de fuera.

Se me acaba el espacio y no he hablado de las propuestas de José Antonio Meade. ¿Pero es acaso necesario hablar de ellas? ¿No ha sido Meade un cómplice de los procesos de captura y de simulación que han puesto en jaque el sistema anticorrupción recién creado? El PRI sólo quiso salvar la cara para volver a las prácticas de siempre. Esa coalición boicoteó lo que se había ganado. Las otras dos, en cambio, cancelarían la ruta: de seguir así, no habrá un sistema para combatir la corrupción, sino que la corrupción seguirá siendo el sistema. Mal comienza la semana para el ahorcado en lunes.

Investigador del CIDE

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