Hay que aprovechar el debate abierto en torno del presupuesto que ejercen los órganos autónomos del Estado para discutir el papel que han de jugar en el país: su diseño, su conformación y lo que esperamos de cada uno de ellos. Nos debemos esa deliberación, pues de ella depende el tipo de régimen que necesitamos forjar para el resto de este siglo.

Decir que los órganos autónomos deben cancelarse porque cuestan mucho es una ligereza. Tan inaceptable como intentar diseñar el futuro a partir de las condiciones políticas actuales, pues no siempre habrá una mayoría tan amplia como la de ahora ni el presidente Andrés Manuel López Obrador gobernará más de seis años. De modo que nadie sensato querría congelar el resto de la historia en una especie de presente eterno, según el cual es innecesario contar con órganos electorales fuertes porque el gobierno ha prometido no hacer fraudes, o eliminar las comisiones de derechos humanos porque ha jurado respetarlos, o borrar del mapa el Sistema Nacional de Transparencia porque el jefe de Estado ha decidido encarnar esa política, entre un largo etcétera de situaciones que cambiarán inexorablemente en menos de seis años o quizás antes.

Esos órganos fueron naciendo, en efecto, para ir cercenando espacios de poder al viejo presidencialismo omnímodo. Se concibieron y se diseñaron para evitar que el presidente tomara todas las decisiones en áreas clave del Estado mexicano: desde el control de la política monetaria hasta la regulación de la competencia económica, pasando por una larga lista de temas especialmente conflictivos que, en su momento, se quisieron aislar y proteger deliberadamente de la influencia del Ejecutivo. No nacieron para pactar ni someterse a nadie, sino para garantizar, sí, que el Ejecutivo se mantuviera al margen de sus decisiones. De aquí que la creación de cada uno de ellos fuera celebrada, en su momento, como una conquista democrática.

No obstante, hoy están en el banquillo de los acusados por su costo, pero también, de un lado, por el discurso profundamente crítico que ha enderezado en su contra el presidente con mayor legitimidad política que haya tenido la historia reciente del país; y de otro, por su conformación facciosa original y por sus errores y sus excesos propios. Esos órganos, que nacieron para fortalecer y dejar fuera de duda las decisiones tomadas por el Estado mexicano en temas torales de la vida pública, aparecen hoy como entidades débiles, controladas y/o amenazadas por los poderes Legislativo y Ejecutivo de la federación.

Sus titulares se duelen de la falta de recursos con la que afrontarán el año fiscal que corre y temen que venga una embestida legislativa que los vaya minando o incluso eliminando, como ya sucedió con el Instituto Nacional de Evaluación Educativa. Y tendrían razón, si el único criterio fuera recortar, como si solo importara el presupuesto. Pero si el propósito es fortalecer en serio un Estado social y democrático de largo aliento, que no dependa de una sola persona y que sea capaz de resistir los cambios que sobrevendrán de todos modos, entonces la mirada debe moverse hacia la revisión, la depuración y la consolidación a fondo de esos órganos autónomos.

Dice el refrán que nadie sabe para quien trabaja. Pero aquí sí sabemos: si el presidente López Obrador o la mayoría de su partido optaran por debilitarlos para ganar mayor poder mientras gobiernan o por someterlos hasta volverlos inútiles —en vez de conjurar definitivamente que haya reparto de cuotas y de cuates en su conformación y de garantizar que cumplan cabalmente con su cometido bajo el mayor escrutinio público y no solo partidario— habrían sembrado el terreno de la vuelta al presidencialismo que hizo tanto daño a México. Volvamos a esa discusión. Pero volvamos a ella para rescatar la democracia que soñamos.

Investigador del CIDE

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