Uno de los temas más sensibles del primer debate entre candidatos fue su honorabilidad. La corrupción es considerada, por propios y ajenos, uno de los principales problemas que aquejan al país. Sin embargo, el debate en este punto no tocó los orígenes del problema y la forma de combatirlo. En lugar de ello, los candidatos se centraron en tratar de exhibir el nivel de corrupción de sus contrincantes.

Las acusaciones entre los tres punteros se enfocaron en contra de los dos que han tenido tareas de gobierno. El tercero no tiene experiencia de gobierno, de modo que las acusaciones se fueron hacia su actuación en el juego político. Los tres perdieron el debate en este tema.

La política es un juego sucio. Siempre lo ha sido. Decía Bertrand Russell, prestigiado pensador inglés del siglo XX, que de todas las actividades humanas la lucha por el poder es la menos digna. Quienes luchan por el poder lo suelen hacer con todos los recursos a su alcance. En el mejor de los casos actúan en los límites de la legalidad y la moralidad política suele ser muy laxa. Las zonas grises abundan y los trucos y subterfugios para moverse en ellas no tienen límites. En una democracia, el único límite es lo que puede poner en riesgo su imagen frente a los electores.

Lo más grave resulta cuando el juego sucio se traslada a la tarea de gobierno, ámbito en el que la responsabilidad ya no se acota al comportamiento individual: quienes llegan al poder son también responsables de lo que sucede en las estructuras a su cargo. Entre más alto el puesto, mayor la responsabilidad. Difícil defender la honorabilidad política de quienes ya tuvieron altos cargos y en sus estructuras pululó la corrupción.

Tanto dentro del ámbito jurídico como en el de la ética personal, quienes instruyen, solapan o permiten prácticas deshonestas —por usar un genérico— incurren en responsabilidad. En el crimen organizado quien comete el asesinato, quien lo ordena y quien permite que se haga en su nombre, es corresponsable y, si se logra probar, tiene consecuencias penales. En el sector público pretender ignorancia respecto de la actuación de lo que hacen los funcionarios a su cargo, no los exime de responsabilidad.

Es cierto que las pautas de corrupción las marca la autoridad, pero el origen de la corrupción no está en la moralidad de los funcionarios, sino en los márgenes de impunidad. Y esto aplica tanto al sector público como al privado. En ambos casos quien se corrompe lo hace porque sabe que a través de la omisión o de la manipulación de los aparatos de justicia, pueden evitar afrontar las consecuencias. El juego sucio no se castiga.

En México todos los esfuerzos para combatir la corrupción han partido de entidades gubernamentales o de órganos con independencia relativa, al vivir de los recursos del Estado. Desde hace varias décadas existe la Contraloría de la Federación, hoy Función Pública, responsable de vigilar la actuación de los servidores públicos. Cantidades inimaginables de recursos humanos y materiales se destinan todos los días a vigilar a los servidores públicos. Sin embargo, en el sentir de los ciudadanos y en el discurso de los políticos, la corrupción está peor que nunca. ¿Qué hemos hecho mal?

Pretender corregir la corrupción sólo con el ejemplo puede resultar útil, pero sin duda insuficiente. Introducir mayores controles desde el Ejecutivo, con todas las experiencias previas, sería lo más cercano a una necedad histórica. El gran reto del próximo gobierno es traducir el sistema anticorrupción en un mecanismo integrado por actores que nada tengan que ver con la lucha por el poder político y cuyas decisiones sean respetadas por todos. Algo así como el IFE original, que perdió su credibilidad cuando los actores políticos, a través del Legislativo, se apoderaron de su autonomía.


Consultor en temas de seguridad y política exterior.
lherrera@coppan.com

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