El huracán Harvey puso en evidencia que existen hechos fortuitos que violentan la frágil certidumbre de los seres humanos, alteran los ecosistemas y obligan a las comunidades a protegerse y a los sobrevivientes a reconstruirse. Podemos culpar a la naturaleza y maldecirla cuando hace estragos, pero difícilmente podríamos fincarle responsabilidades y llevarla a un tribunal a responder por sus actos.

Caso muy distinto cuando la desgracia humana se origina en las acciones de otros seres humanos, con conciencia y voluntad. Las acciones terroristas que provocaron muertos, heridos, daño material y psicológico a oriundos y visitantes de Cataluña, el pasado 17 de agosto, fueron premeditadas, con toda la intención de causar muerte y destrucción. Los responsables fueron identificados por las fuerzas de seguridad. La mayor parte de ellos están muertos y no hubo un solo reclamo de la ciudadanía. Su culpabilidad fue manifiesta. Matar indiscriminadamente a ciudadanos indefensos no tiene cabida en la mayor parte de los códigos morales, legales o religiosos alrededor del mundo.

Detonar, provocar o generar violencia, en particular dirigida a personas inocentes, es un delito grave. Es el caso del imán de Ripoll que en toda conciencia adoctrinó a jóvenes y los encauzó a cometer actos terroristas. Quien promueve el racismo, la discriminación y la polarización es un sembrador natural de violencia.

El escenario se complica si visualizamos el panorama más allá de los actores materiales. Quienes perpetraron las acciones terroristas en Cataluña son musulmanes originarios del mundo árabe. Aducir por ello que todos los musulmanes son terroristas en potencia es un sinsentido. Sería tanto como decir que si la mayoría de los que se dedican al crimen organizado en México provienen de la religión católica, esto convierte a todo católico en un criminal en potencia. El reduccionismo del argumento sería equivalente.

El mundo musulmán suma mil 500 millones de personas. Si 150 mil fueran radicales de pensamiento —no necesariamente de acción— estaríamos hablando del 0.0001% de la población musulmana mundial, mientras que el 99.999% nada tiene que ver. Son simples ciudadanos que viven su vida y su religión en forma moderada.

Quienes estigmatizan y con ello polarizan a una comunidad son responsables de alterar la coexistencia pacífica. Lo mismo aplica para la franca minoría de yihadistas islámicos que condenan de antemano a todos aquellos que no comparten sus ideas —sean o no musulmanes—, que a un presidente que cobijándose en la investidura convierte en política pública sus prejuicios y temores.

Al mostrar tolerancia frente a los actos de los supremacistas estadounidenses y días después otorgar el perdón a quien ha sido acusado formalmente de mal trato y racismo hacia los inmigrantes mexicanos en Arizona, el presidente Trump abona al racismo, la discriminación y la intolerancia, tres detonadores naturales de violencia. Cuando se trata de un jefe de Estado se le podrían sumar los delitos de mal gobierno, irresponsabilidad, parcialidad y estupidez.

Al final todo juicio emana del código con el que se juzgan los actos. Los responsables directos de los actos violentos son objeto de la condena unánime de la comunidad internacional. Sin embargo, cuando se trata de declaraciones políticas del más alto nivel la responsabilidad se diluye, pues las acciones polarizantes no son delitos claramente tipificados en el código penal. Quizás habría que promover un código político que tipifique como delito cualquier acción de gobierno que promueva el racismo, la discriminación y la intolerancia, que induzca a la polarización y agrave las tensiones sociales. En este código, sin duda, la condena de Donald Trump sería unánime.

Consultor en temas de seguridad y
política exterior. lherrera@coppan.com

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