Lo de pedir disculpas históricas no es nuevo. Tienen precedentes asociados con prácticas religiosas. En el judaísmo una de sus principales celebraciones, sino es que la más importante, es el Yom Kipur, Día del Perdón; arrepentimiento por las faltas cometidas durante el año anterior. Se trata de iniciar el año nuevo renovado espiritualmente, con nueva actitud.

El catolicismo, entre sus siete prácticas sacramentales, tiene la reconciliación; parte del reconocimiento de los pecados, el arrepentimiento por los mismos, la petición del perdón y la firme voluntad de no volver a incurrir en los mismos.

Son, valga subrayarlo, procedimientos estrictamente personales; su validez y buen fruto depende de la libre voluntad de someterse a una introspección sanadora y liberadora. Tienen el sentido de un renacimiento; un recomienzo.

Del ámbito individual religioso ha pasado al terreno colectivo y político-histórico. Para preparar el arribo del año 2000, el entonces pontífice romano Juan Pablo II emitió una carta apostólica titulada: Tertio Millennio Adveniente (10.11.94) con el propósito de generar un movimiento de purificación y arrepentimiento, del que desprendió el reconocimiento público de equivocaciones graves de la Iglesia Católica y la petición de perdón por los mismos. El expediente de Galileo estuvo entre esos.

Hay otros casos, igualmente relevantes: en el año 2000, el presidente de la República Federal Alemana, Johannes Rau, pidió perdón ante el Parlamento Israelí por el Holocausto. En 2018, el presidente francés Emmanuel Macron se disculpó por las torturas y desapariciones forzadas durante la guerra de liberación de Argelia. Conductas semejantes han tenido Inglaterra, Holanda y Canadá, por temas que ameritaban expiación histórica.

A veces el reconocimiento de culpa fue acompañado de reparación del daño. En 1990, tras la caída del régimen comunista, el Estado ruso reconstruyó en su totalidad el Templo Catedralicio del Cristo Redentor del Patriarca de Moscú, que fue dinamitado y arrasado hasta sus cimientos en 1931 por el dictador Stalin, para edificar el Palacio de los Sóviets, proyecto nunca realizado. En su lugar quedó un inmenso lote vacío; más tarde habilitado por Nikita Kruschev como balneario de agua caliente para el pueblo moscovita. Al final del periodo totalitario, el presidente Borís Yeltsin, reconoció el “pecado” cometido por el Estado ruso y ordenó su reedificación, como se había fabricado en el siglo XIX, para redimir la falta cometida por la barbarie bolchevique.

Con esa lógica podría analizarse la demanda presentada por el presidente López Obrador a Felipe VI de España y al Papa Francisco, para que pidan disculpas por los atropellos cometidos en 1521 en agravio de los pueblos originarios que habitaban en los territorios de lo que hoy es México.

Las reacciones, como se ha visto, han sido de duro rechazo por la parte española y de fina desconsideración por la Santa Sede. Los primeros lo han lamentado profundamente, su Ministro de Exteriores, Josep Borrell, calificó el requerimiento como “iniciativa desafortunada”. El Vaticano recordó que el Papa ha pedido perdón en diversas ocasiones. Pontífices anteriores han hecho lo mismo en sus visitas a países latinoamericanos.

Las respuestas dejan ver que en aquellas latitudes la interpelación de López Obrador: se toma como una maniobra de propaganda ideologizante del régimen. No le conceden rango de saludable catarsis para aliviar agravios.

Ni la corona española, ni la Santa Sede, parecen estar dispuestos a ser utilizados como idiotas útiles en la redición de la radicalización ideológica del viejo autoritarismo nacionalista revolucionario mexicano.

Exembajador de México ante la Santa
Sede. @L_FBravoMena

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