El PRI padece el cáncer de la corrupción, se conoce que su enfermedad es congénita, lo aqueja desde su fundación, pero en este sexenio el mal se agravó; invadió todos los órganos y estructuras del Estado bajo el control de ese partido, lo que produce escándalos un día sí y otro también.

El arribo al poder nacional de la tribu atlacomulca —aliada al clan pachuqueño— que desde hace varias generaciones practica la rapiña como doctrina, superó todos los precedentes. Antes se decía que cada administración federal producía “comaladas de millonarios”; ahora son contenedores repletos de funcionarios de todo nivel, gobernadores, pillos mirreyes habilitados como empresarios de acompañamiento, ocupados febrilmente en el saqueo inmisericorde y cínico de los recursos públicos.

En el enjuague no han faltado empresas constructoras extranjeras; españolas y portuguesas, que vinieron a resarcirse de las crisis en sus países de origen para “hacer la América”. Desde su bastión mexiquense, los técnicos tricolores expertos en componendas y tracaladas, los contactaron oportunamente para hacer el plan de negocios y así forrarse con las obras de infraestructura tan pronto como se mudaran de Toluca al Palacio Nacional.

La crónica de los casos de corrupción conocidos en esta administración tendrá la extensión una enciclopedia de varios tomos. Sus protagonistas son insaciables, no les bastan seis años, quieren reelegirse y quedar blindados para el futuro. Su problema es que la fealdad y pestilencia de su cáncer es ya insoportable para la mayoría de los mexicanos.

Ante tan duro rechazo; para presentarse a la liza electoral de 2018 lo razonable hubiera sido que el partidazo acudiera a una curación en serio, con quimioterapias efectivas; pero no fue así, prefirió un tratamiento de cirugía plástica, cambiar de apariencia aunque las entrañas sigan podridas. Eso fue la XXII Asamblea del PRI.

Con varias semanas de anticipación, el jolgorio mediático se ocupó de hacerle ambiente a la reunión, con el falso debate sobre los llamados candados para la postulación de su candidato presidencial. Era una discusión insustancial, sabido era que al final serían superados mediante la coalición con otro partido y por el restaurado dedo todo poderoso.

Los supuestos rebeldes; tímidos y calculadores, hicieron bien la comparsa. Al final, mucho ruido y pocas nueces. Su mayor logro fue un exabrupto antichapulín, que tampoco se sostendrá porque al parecer contraviene a las leyes electorales.

La visión de futuro que mostraron quedó corta: lugares comunes, frases hechas, refritos de la Plataforma pasada. Anunciaron que crearán instrumentos para prevenir, investigar, sancionar y vigilar conductas indebidas de sus militantes gobernantes. Ninguna novedad, en varias asambleas anteriores han incorporado decisiones semejantes y de nada sirvieron, cada vez están peor.

Tal vez lo mejor de la concentración sabatina del priísmo fue su involuntario desenlace: cuando los ecos de las arengas para dar la batalla final el año próximo se habían apagado y el encandilamiento de las decenas de selfies cesó, desde Brasil se hizo público lo que aquí con tanto empeño la omertá tricolor se había encargado de esconder y encapsular en un caja fuerte de legaloide opacidad. Los sobornos de Odebrecht a un personero encumbrado del régimen, vinculado a la campaña presidencial de 2012; elemento clave del entramado de política-poder y abusos que son la marca de esta administración.

La gloriosa asamblea pasó al olvido. Al pueblo no le importó porque está más preocupada por la suerte de Julión y Rafa. La clase política tomó las notas de las señales de Zeus, Andrés en lo suyo y las otras oposiciones enredadas en sus disímbolos proyectos aliancistas. El socavón de la política mexicana está más oscuro que nunca.

Analista político.
@L_FBravoMena

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